Tamara Tenenbaum
Una vocal contra el ruido del universal masculino
La escritora argentina reflexiona sobre las diversas variedades del lenguaje inclusivo en espanõl y el poder de la “e”.
Escribir una genealogía del uso del lenguaje inclusivo en español no sería tarea fácil –aunque ojalá que alguien lo esté haciendo–. El uso de la “x”, que tanto gusta en Estados Unidos (estoy acostumbrada a ser “a Latinx writer” en contextos estadounidenses), y de la “@” ya circulaba hace diez o quince años en Argentina, en sectores de la academia y en publicaciones feministas y LGTTBI. La ex presidenta Cristina Fernández fue de las primeras figuras políticas mainstream en utilizar asiduamente la expresión “argentinos y argentinas”, hasta el punto que se volvió una especie de marca de estilo. No estoy segura de cuándo se inventó la “e” como forma de neutralizar una palabra –muchas de mis amigas festejaron este agosto “el día de le niñe” en vez del tradicional “día del niño”– pero sí tengo una hipótesis de por qué esta práctica devino más disruptiva y masiva que las fórmulas anteriores: la “x” y la “@” se pueden escribir, pero en español no se pueden pronunciar. Aquellas funcionaban en ámbitos donde las comunicaciones principales eran escritas, como las universidades y el periodismo, pero fueron incómodas para la masa de centennials y millennials que no solo querían escribir distinto, sino querían hablar distinto. Aunque algunas activistas de vieja escuela siguen usando la “x” (o el universal femenino, opción común en inglés que nunca terminó de “pegar” en español), la “e” es hoy el nuevo canon inclusivo en el discurso cotidiano de la juventud, entre artistas e incluso en ámbitos escolares y universitarios.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que escuché o leí alguna de estas fórmulas, pero sí muchas de las instancias en que, siendo muy joven, me hizo ruido el universal masculino. El contexto era siempre el mismo: en una clase de danza o de música, un solo varón alcanzaba para convertirnos a todas en “los chicos”. Me parecía extrañísimo que la masculinidad fuera así de impregnante, así de contagiosa: era como una gota azul minúscula que al disolverse en un tanque de agua lo teñía entero. A veces sucedía que la profesora que hablaba –casi siempre eran mujeres– no notaba al único varón a primera vista y nos llamaba “las chicas”, para luego corregirse con una sonrisa: “perdón, los chicos”. Todo sobre esa disculpa me molestaba. En un sentido, le pedía perdón al varón por no haberlo visto, por no haberlo nombrado: un perdón que nadie me pedía a mí, a ninguna de nosotras, cuando nos llamaba “chicos” o “alumnos”. En otro sentido, pedía disculpas por haberlo confundido con una nena. ¿Y era tan grave? ¿Ser confundido entre las nenas? ¿Ser una nena? ¿Parecerlo?
No soy tan fluida con la “e” como mis alumnos y alumnas de la universidad; demasiadas veces digo cosas como “chiques, no sean vagos”. Tampoco me atrevo a intentarlo en cualquier contexto: en muchos casos prefiero utilizar la fórmula “os y as” y ahorrarme las rispideces que aparecen de parte de personas que, por razones entre obvias e insondables, se comportan como si la “e” fuera una afrenta personal contra ellas. Pero la uso todo lo que puedo, porque esa beligerancia que me agota es también lo que señala que no es completamente inútil, no es inofensiva esa “e”; si lo fuera no enojaría a nadie. Denuncia una incomodidad ante el cambio, ante nuestros propios prejuicios, que vale la pena explorar. Habla de la ira que –todavía hoy– producen esas chicas y eses chiques no binaries en la clase de danza que se niegan a sentirse parte del supuesto “universal masculino”, en gente que no quiere ni empezar a entender esa expresión.