En días signados por la turbulencia nacionalista en Europa, un infome sobre la crisis de los refugiados y cómo se vive a diario en un centro comunitario de Atenas.
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El pasado sábado 30 de septiembre, Sick of Waiting, plataforma internacional de alerta sobre el incumplimiento de la UE frente a la reubicación de refugiados, y Khora, centro comunitario ateniense, consiguieron combinar fiesta y denuncia.
Ese día venció el plazo acordado el 2015 por la Comisión Europea para reubicar a 160.000 personas llegadas a Italia, Grecia y Hungría desde Siria y Afganistán, así como de Iraq, Palestina y algunos países africanos. La Unión Europea ha estado dividida al respecto, y los acogidos no llegan hoy a 30.000.
En marzo del 2016, Turquía le canjeó a la UE paralizar las salidas por la eliminación del visado para sus ciudadanos, lo que redujo las llegadas a Grecia, aunque aumentaron los viajes de Libia hacia Italia y las muertes en esa ruta del Mediterráneo. El Consejo Europeo demandaba que la UE proporcionase hogares a 98.255 refugiados arribados a Grecia e Italia, pero sus Estados miembros ofrecieron menos de la mitad. Además, recientemente la UE —encabezada por una Alemania donde la crisis migratoria polarizó las elecciones— reactivó la devolución del solicitante de asilo al país de llegada. Esta regulación no se aplicaba desde el 2011, pero el ascenso del xenófobo Alternativa para Alemania (AfD) motivó que se gestione para 392 casos. Bélgica, Reino Unido, Francia, Suiza, Noruega, entre otros, también intentan devolver refugiados.
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Mientras las autoridades evaden sus responsabilidades, la sociedad civil teje redes solidarias, especialmente en Grecia, donde 62.000 personas esperan asilo. Pese a haber recibido millones de euros, la falta de supervisión de los fondos, de voluntad política y de coordinación con agencias humanitarias dificultan que este país brinde condiciones dignas a quienes huyeron de guerras, pobreza o consecuencias del cambio climático. Por el contrario, los campos administrados por el gobierno en las islas de Lesbos, Samos, Quíos, Kos y Leros acogen el doble de personas previstas, quienes realizan trámites interminables con resultados inciertos en medio de hacinamiento, insalubridad e inseguridad.
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Este panorama desolador contrasta con las variadas iniciativas que nacen frente a la inacción de los Estados europeos. Aquel sábado, una multitud de personas de orígenes diversos pero con problemas similares se reunió en la céntrica plaza Omonoia de Atenas. Buscaban sincronizarse con las manifestaciones simultáneas organizadas por Sick of Waiting en 40 lugares, incluyendo París, Roma, Londres, Ámsterdam y muchas ciudades españolas. Ahí empezó su colorida marcha, con lemas casi indistinguibles por la variedad de sus idiomas. Una bulliciosa polifonía se escuchó en las calles, la gente enarbolaba carteles que decían: “Time is up! Let´s build bridges”, “El ser humano no es ilegal”, “Family reunification”, “No one chooses to be a refugee”, y equivalentes en árabe. Al llegar a su destino, un parque tradicional, adultos y niños compartieron sus testimonios en forma de canción o de poema, mientras le daban al dj las canciones que querían bailar. La causa era grave, pero el ánimo alegre. Un pequeño sirio, cuyo conmovedor letrero solo decía: “I’m tired”, demostró enérgico entusiasmo al manejar mi bicicleta junto a sus hermanos. Alrededor suyo se repartía comida, entre coloridas cintas que los niños movían al viento, elaboradas en la zona infantil montada por Khora.
Este centro comunitario fue creado por personas de varios países que se conocieron en Lesbos mientras colaboraban con organizaciones surgidas por el recrudecimiento de la crisis de refugiados el 2015.
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Xora en griego significa ‘país’, pero los fundadores del lugar entienden la palabra como la posibilidad de una “otredad radical que dé espacio para ser”; se opone, así, a cómo las regulaciones migratorias de la UE construyen una otredad al diferenciar a quienes tienen libertad de movimiento y de decisión de quienes no. Khora busca ser un lugar donde quienes quieran desafiar esta separación sean los otros, intentando constituir una igualdad en resistencia a esas políticas de fronteras, tanto simbólicas como fácticas.
Desde hace un año Khora funciona en el barrio de Exarcheia mediante donaciones internacionales y una alta rotación de voluntarios provenientes, principalmente, del norte europeo. Exarcheia es el histórico barrio disidente de Atenas, núcleo de asambleas y movilizaciones, inundado por grafitis, afiches y banderolas que evidencian una actividad política constante. Los policías no pueden circular por sus calles, y las vigilan desde sus límites: hay un intercambio perpetuo de gases lacrimógenos por bombas molotov. Este barrio congrega la autogestión solidaria y en los últimos años han aumentado las casas ocupadas, no solo como sedes de colectivos políticos, sino también para brindar servicios básicos a refugiados. La arraigada defensa del derecho a la desobediencia civil, perceptible cotidianamente en la sociedad griega, se radicaliza en esta zona de la capital, poblada por miembros de agrupaciones socialistas, anarquistas y antifascistas. Personas que suelen usar barba, tatuajes y vestir de negro.
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Khora se destaca por su colorida y utópica propuesta, diferente desde su decisión de alquilar el espacio que utilizan para ofrecer estabilidad a los beneficiarios, pues las casas ocupadas están permanentemente amenazadas de desalojo. Recibe diariamente gran cantidad de adultos y niños que acuden a alimentarse, hacer consultas legales y médicas, recibir ropa donada, relajarse, jugar y aprender griego, inglés, español o el solicitado alemán. También hay una lavandería, proyecciones de películas y charlas variadas. Su edificio de ocho pisos ha sido habilitado por los voluntarios, sus muebles de madera elaborados en el taller de carpintería. Al subir las escaleras hay que esquivar a niños risueños y a los atareados cocineros, que preparan 600 almuerzos diarios, aunque hace poco llegaron al récord de mil. Ningún día es igual en este país en construcción, donde el árabe, el farsi y el urdu tratan de entenderse con el griego y el ubicuo inglés, pues generalmente los voluntarios vienen del Reino Unido.
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La emergencia que las noticias no consiguen comunicar se percibe cotidianamente en Khora, al oír a quienes usan sus instalaciones, al observar sus expresiones y lenguaje corporal, al atestiguar las peleas que surgen casi de la nada, protagonizadas por cuerpos cansados, a la defensiva y con hambre. Las necesidades inmediatas del espacio dificulta pensar en profundidad sus virtudes y carencias. Mientras preparaban la celebración del primer aniversario, algunos de sus miembros echaban en falta discutir tareas pendientes, como integrarse más con la comunidad local.
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Los retos son inmensos. Las diferencias culturales y socioeconómicas condicionan las interacciones. Muchos voluntarios dan todo de sí por periodos cortos, y si bien permiten que Khora exista, no facilitan un entendimiento complejo del compromiso asumido. Hay un claro contraste entre las miradas de quienes vienen de un contexto similar, como el español, frente a las de quienes vienen del norte. Un ejemplo son las tensiones que las distintas formas de vestir ocasionan entre las refugiadas, a veces incómodas ante la exposición de las voluntarias. Algunas compañeras comentan su desacuerdo con que, en esos casos, las voluntarias del norte defiendan su libertad para vestirse, pese a que este verano trabajaron a más de 30 grados.
Los códigos de sociabilidad también generan roces entre las personas de origen árabe y aquellas de países occidentales. Las relaciones entre hombres y mujeres están marcadas por una permanente sensación de cortejo, que complica intercambios espontáneos y relativamente horizontales. Cuando hablo con los refugiados, suelo preguntarme cómo poner límites a acercamientos que parecen exceder la cordialidad. Otro desafío es el que plantean los robos que pueden ocurrir. En una reunión en la que se discutían, era notorio el contraste entre una voluntaria nueva, que pedía debatir sus causas y repercusiones, y los más antiguos, que demandaban salidas pragmáticas. Ese día primó el razonamiento de que “la gente en necesidad siempre va a robar” y se tomó la decisión, largamente pospuesta, de colocar casilleros con llaves. Algunos lamentamos que la urgencia por resolver el conflicto implicara debilitar la política de confianza del espacio, pero en esa misma reunión era necesario discutir cómo ayudar a voluntarios a punto de quedarse sin casa, cómo acondicionar sitios de escucha ante emergencias o abusos, y cómo canalizar asistencia ofrecida por especialistas en salud mental.
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Cada día llegan a Khora investigadores para hacer trabajo de campo mientras colaboran, o artistas con proyectos como los que propuse: talleres de collage, hacer un periódico, dar clases de yoga. ¿Cómo ayudar? Es la pregunta inevitable al entrar a este caótico mundo de niños políglotas, padres estresados, mujeres que solo quieren silencio y calma. Responderla no es sencillo, si queremos hacerlo con sinceridad. Nada sale como uno lo planea: el yoga fue imposible por una ola de calor, y luego porque las mujeres estaban débiles por el Ramadán. En el taller de collage yo fui la más entusiasta, y el periódico avanza lento, mientras los interesados intentan compaginarlo con sus tareas diarias. Aunque queremos que sea polifónico y evite la traducción, coherente con el constante malentendido que media las relaciones, es difícil asegurar que no terminará siendo otra iniciativa restringida a sus usuarios ‘occidentales’.
¿Cómo ayudar? Es una pregunta que se renueva diariamente, cuya elusiva respuesta solo parece darle pistas a quien esté dispuesto a dejarse atravesar por los encuentros que desestabilizan la idea preconcebida de lo que tenemos para ofrecer.