Ingo Schulze
El escape de Buenos Aires
Después de un vuelo nocturno de doce horas, me dirijo, con la maleta a cuestas, hacia un “gigante” en cuyas manos el cartel con la inscripción GOETHE (¿dice algo más?) parece diminuto. En mi cabeza Udo Jürgens canta: “Buenos días, Argentina”. Freddy se bambolea con la valija hacia el auto. “Sí, sí, aquí ya es un poco otoño”, dice. “Fines de abril ya es otoño”. Hay niebla sobre las praderas cercanas al aeropuerto. Por una autopista elevada nos deslizamos hacia una Buenos Aires que madruga. Al observar mi cronograma para los próximos días (Lectura Feria del libro, ronda de discusión Feria del libro, lectura escuela alemana, charla…) encuentro dos tardes libres señaladas con marcador rojo.
En el Goethe-Institut en la Avenida Corrientes (efectivamente existe) le pregunto al jefe de barba qué significado tienen mis tardes marcadas en rojo. “Es cuando puede encontrarse con su gente”, dice y suelta una potente carcajada. “De todas maneras, mañana estarán todos en la feria”. Risa nuevamente. No entiendo a qué se refiere, pero siento que mi voz es tan aguda comparada con la de él que no pregunto nada.
Leo en la feria con una bandera alemana a mis espaldas. El moderador y yo hacemos un par de chistes al respecto, pero no todos se ríen. ¿Esa es mi gente? Cuando termina la lectura, doy varios apretones de mano en el stand alemán, escucho nombres maravillosos susurrados. De repente, una hermosa mujer joven dice: “Soy Danny”. “¡Qué pertinente!”, digo, “justo acabo de leer algo sobre una Danny”. Ella asiente con la cabeza. “Soy Martin”, dice una cabeza de rulos y me da la mano. “Ah, otro nombre de mi libro”. “Soy Barbara Holitzschek”, dice la siguiente. “¿Cómo se llama usted?”. Ese nombre también está en mi libro.
En el siguiente apretón de manos pregunto. “¿Y usted es Lydia?”. “No”, dice ella, “Lydia viene mañana. Yo soy Renate y Ernst Meurer”.
Me lleva un momento comprender que acabo de saludar a mis traductores. “¿Cómo no lo sabe?”, pregunta el director del instituto. “¿Acaso no le enviamos las traducciones?” Risas. “¡Les encargaron los dos libros! ¡Eran los mejores!” Risas. “Editorial en Barcelona, Traducción en Buenos Aires, made by Goethe”. Risas estruendosas. Las dos tardes libres las paso con el “grupo de traductores del Goethe Institut”. Me hacen preguntas que intento responder. “¿Qué es un toffifee?” “¿Por qué en febrero del noventa alguien viajaba de forma ilegal a Italia?” Me hablan de su trabajo, el que hacen para ganar dinero y el otro, que llevan a cabo cuando se juntan para traducir por las noches. Cuando quiero pagar la cuenta, no encuentro mi billetera. “Pero si la puse en mi mochila”. “En la mochila…”, se quejan todos a coro. Me corre el sudor por las sienes, por las manos nerviosas… no quiero admitirlo, pero sí la tenía.
Mis traductores deben pagar mi rescate. Con pánico en la mirada y las rodillas, corro por la Avenida Corrientes en dirección al Goethe-Institut, sin pensar en Onetti ni en Borges. “Quédese tranquilo, ja, ja, esto le pasa a todo el mundo aquí”. El operador de emergencias de la tarjeta de crédito (me lo imagino en una nave espacial Apollo) quiere saber muchas cosas. “Por favor, deletreé”. Deletreo B-U-E-N-O-S-A-I-R-E-S. La amable voz masculina necesita más precisión: GOETHE-INSTITUT.
“¿Göthie?, ¿lo podría deletrear, por favor?” “G, como grammy, O como embajada, T como… como… como ¿tigre?”. ¡Sí, como tigre!”. “H, como...” “Señor Schulze (Schullzie)”, me interrumpe el operador. “¿Le gustan los tigres?”. Nunca había pensando al respecto; y ahora tampoco quiero hacerlo. “¿Y a usted le gustan los Goethes (Göthies)?”, pregunto yo. Silencio. No, no lo lamento, no en este momento. Sin embargo, de repente, surge del otro lado de la línea un interminable “sííí”. “Me gustan, los tigres göethi, ¡sí!”. Luego de una breve pausa respondo el resto de sus preguntas: “H, como Homero”, y “E, como escape”.