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FABIOLA MORALES FRANCO
"CARNE DE MI CARNE"

Deforme

Por Fabiola Morales
 
Del libro: Carne de mi Carne – Antología de cuentos. Colección Mantis, 2018
 

 
Tengo pesadillas en las que me dejas, le digo, quiero decir, son sueños recurrentes en los que tú y yo tenemos otros rostros pero, al fin y al cabo, somos nosotros. En el sueño, te vas siempre con alguna amiga mía, a veces las facciones de la amiga en cuestión coinciden con un rostro conocido, a veces no. En todas las ocasiones reacciono con rabia, no tanto hacía a ti como hacía la traición de mi amiga. En cuanto a ti, las más de las veces me resigno con facilidad  a perderte, pero sufro de ataques de ira cuando me cruzo con esa amiga, porque, y en eso hay una constante, la amiga termina siempre irrumpiendo en el lugar en el que esté, una calle, un café, mi propia casa, entonces se arma una pelea campal, una discusión a gritos, una situación desagradable en la que termino lanzando cosas. Al principio despertaba, de estos sueños, llorando, ahora lo manejo mejor, sin embargo las más de las veces me despierta un dolor agudo en el pecho y la sensación de rencor hacia ti.

Él se me queda mirando, sabe que mientras le hablo mi mano, escondida  bajo la mesa, esta secretamente rascando mi talón. Al final  mi marido estalla en una risa estridente, las personas que están sentadas en las mesas alrededor de la nuestra se voltean, brevemente, movidas por el estrépito de su risa, luego el sonido ambiente vuelve a inundar el bar. Le doy un sorbo a mi cerveza.  Sueñas que te dejo, pero yo no soy yo, ni tú eres tú. Creo más bien que quieres decir que sueñas que un hombre deja a una mujer y que esa mujer reacciona mal a ese abandono. No, no, murmuro  sin dejar  el talón en paz, somos tú y yo. ¿Aunque no tengamos el mismo rostro? Exacto, aunque no tengamos el mismo rostro. La otra noche, aquella en la que estuve fuera de casa por trabajo, el sueño fue tan vívido que estuve a punto de llamarte, eran las tres y media de la mañana cuando desperté, estaba en una habitación del piso once, en un hotel sin gracia  a las afueras de Amsterdam, el viento soplaba con fuerza y parecía emitir gritos al chocarse con los vidrios de las ventanas, confundí aquel sonido con mis propios gritos y los de la mujer con la que peleaba en el sueño. Peleaba por ti, o más bien por tu traición. Cuando despierto de esos sueños me siento avergonzada de mí misma, por no  saber odiarte, por esa resignación tan mansa ante tu pérdida, por dirigir todo el rencor hacia una mujer imaginaria y sobre todo por pelear con ella. Luego pensé que no tenía mucho sentido llamar, despertarte y explicarte todo esto de madrugada. Él se levanta y me abraza, luego con sigilo me aparta la mano del talón. Te harás una herida si sigues rascándotelo, me dice, va ponte bien los zapatos. Asiento, yo ante él asiento siempre, no sé decir que no.
La primera vez que experimenté un picor en el talón tenía doce años, era verano, leía, hacía poco había encontrado un libro en la biblioteca del cole que hablaba sobre fotógrafos del siglo XX, entre tantos nombres de hombre me había llamado la atención la presencia de una mujer que parecía trascender los estereotipos de su época, fue cuando miraba las fotografías que esa mujer había tomado  que sentí que  un mosquito me había picado. Estuve rascándome el talón un rato hasta que el picor se hizo insoportable, entonces me clavé las uñas, un chorrito de sangre salió al instante.

Dorothea Lange no nació coja.  Dorothea Lange era una niña de clase media con una infancia feliz, hasta que cogió la polio, como resultado se le torció una pierna. Poco después sus padres se separaron. Ella  solía decir que estos dos hechos habían marcado su vida: la cojera provocada por la enfermedad y el abandono de su padre. Me he preguntado siempre si para Dorothea, aunque nunca lo aceptara públicamente,  había una relación directa entre su enfermedad, la vergüenza que provocaba verla caminar arrastrando una pierna y la separación de sus padres.
Yo en cambio no sufrí ninguna enfermedad, jamás he estado al borde de la muerte, mis padres no se han separado y de hecho creo que viven relativamente felices.  Es mi cuerpo el que se obstina en traicionarme. El picor en el talón mutó en dolor y cuando la herida cicatrizó volvió a transformarse en escozor. Me rasque primero ligeramente y luego con fuerza, hasta que la costra que se había formado se hizo añicos y dio paso a un corte más grande. Como era verano y hacía calor, la herida abierta, una y otra vez, no tardó en infectarse lo que provocó que comenzara por primera vez a cojear.

No sé cuántas veces he robado en mi vida, creo que pocas o solo esta, a veces esas cosas se hacen de una manera inconsciente, sin embargo con el libro de los fotógrafos pasó que decidí quedármelo. Se veía a las claras que yo era la única que lo había leído y efectivamente nadie nunca me lo pidió de vuelta.

Frida Khalo tampoco nació coja, aunque era doce años más joven que Dorothea Lange también sufrió la polio, probablemente por las mismas razones que ella, es decir,  vivía en un entorno privilegiado, un ambiente limpio en el que sus defensas no se habían desarrollado con la misma fuerza que la de los niños de zonas más deprimidas y por lo tanto la hicieron presa fácil de la enfermedad, ironías del mundo moderno. Existe un estudio fechado en mil novecientos dieciséis que muestra la incidencia de la polio a lo largo de la ciudad de Nueva York, en él se puede ver como la parálisis infantil se ceba principalmente en los niños y adultos habitantes de los  barrios más acomodados, lugares en los que el aire respirado era potencialmente más limpio, donde las condiciones de salubridad en las casas estaban aseguradas, las antípodas de los sobrepoblados barrios citadinos, donde personas, animales y mugre convivían hacinados en edificios desvencijados. Este estudio pasó sin apenas ser tomado en cuenta por los médicos de entonces, ofuscados como estaban en popularizar los hábitos de limpieza.  Yo también vivía en un barrio en las afueras de la ciudad, pero para cuando yo nací la vacuna de la polio se había ya inventado y  nadie, o casi nadie, sufría la enfermedad.

En mi libro de fotógrafos encontré una foto hecha por Imogen Cunningham, amiga de Dorothea Lange, sobre Frida Khalo, me impactó la fuerza de su rostro, encontré inmediatamente un lazo entre aquella joven de vestido campesino y lo que yo entendía como personalidad original. Volví a la biblioteca a buscar algo sobre ella, al final de cuentas solo tenía un pie de foto y la afirmación de que era pintora. En aquel entonces Khalo no era tan famosa como es hoy, así que la bibliotecaria del colegio tuvo que rebuscar un rato para sacar alguna información sobre ella. Me fui a casa con otro libro. Este si lo regresé.

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