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¿Es el sur literario el producto de una dialéctica colonialista que opone a ilustrados y salvajes, a blancos y a negros, a civilización y barbarie?
Es arbitraria la inferioridad geográfica del sur: nada hay más relativo que el arriba y abajo de la esfera terrestre flotando en el espacio. Ya lo decía Astor Piazzolla, el sur, “inmensa luna, cielo al revés”. Y sin embargo, el sur, tal como lo conocemos, ha alimentado la imaginación literaria con su sensualidad y su barbarie, con sus repúblicas bananeras y sus emperadores de utilería, con sus dictadores y sus flechas. Si buscan una prueba literaria de que el sur es, tal vez, solo un gran malentendido, quizás podrían recurrir al clásico relato “El eclipse” del guatemalteco Augusto Monterroso. Empieza el cuento con un fraile español a punto de sucumbir en plena selva americana, en lo que parecen ser los albores de ese encuentro entre dos mundos (que no es otro que el encuentro entre norte y sur). A punto de ser sacrificado por una (asumimos) tribu de salvajes, el fraile recuerda a Aristóteles y apela a todo su conocimiento occidental para inventar una treta: como él sabe que ese día habrá un eclipse, se le ocurre amenazar a los nativos con “apagar” el sol si le matan. La escena siguiente es la del corazón extirpado del fraile en manos de los mayas, que recitan tranquilamente todas las fechas de los eclipses por venir perfectamente registradas en sus códices. Fin de la historia.
Tal es, o ha sido, la naturaleza del sur literario imaginado desde fuera: parte desde el desconocimiento, el exoticismo, la seguridad de un norte “superior”. En otro relato célebre, esta vez de Borges, otro maestro, y titulado precisamente “El Sur”, es un descendiente de alemanes el que atraviesa la geografía bonaerense (“nadie ignora que el Sur empieza al otro lado de la calle Rivadavia”) para adentrarse en tierra de gauchos y compadritos. Y allí es confrontado con lo irracional al verse envuelto en una querella casi gratuita. Actos de violencia sin sentido que sacuden al sur. La guerra de los de abajo. El relato de Borges, con su final abierto como una llanura, ejemplifica nuevamente el choque constante que definiría el continente ante el otro, ante los otros, el duelo entre la razón y el instinto.
Del lado de acá
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Ajena a esa dialéctica de perspectiva colonialista, la literatura del hemisferio austral no se ha desarrollado mirando al sur, sino mirando desde el sur. Desde la enraizada tradición oral de las narraciones mapuches e incas, pasando por la escritura jeroglífica de aztecas y mayas, el sur en el sur de América se había contado a sí mismo sin otro destinatario que su propia memoria. Tan artística como utilitaria, la función del códice o del relato oral era la del archivo y el canto ceremonial. Fueron los otros, los españoles, los que esbozaron –con las crónicas de Indias, con las gestas de la conquista– las primera miradas occidentales a ese territorio misterioso. Tras la imposición de la lengua, sin embargo, y como en un proceso de reconquista, los habitantes del sur aprendieron a domesticarla, en un proceso que ha tenido menos de revancha que de genuina exploración de sus límites. Así, tras la literatura de la colonia, todavía avasallada por el norte, es la poesía del peruano César Vallejo y del chileno Vicente Huidobro la que mejor gestiona la lengua.
En una jugada maestra del lenguaje, el chileno resuelve así el eje paradigmático en el que se desarrollará gran parte de su obra. “Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte”, reza el prefacio a Altazor. Brevísima denuncia de la vacuidad de ciertas categorías, puente absurdo hacia la subversión de la lengua, y establecimiento de las coordenadas reales con las que se habría batido la literatura del sur americano. Otros autores como el mexicano Juan Rulfo o el peruano José María Arguedas exploraron estas brechas (Arguedas, para volver a las coordenadas, escribió una novela llamada El zorro de arriba y el zorro de abajo) de formas diversas.
El “boom” latinoamericano
Es, sin embargo, con el
boom cuando se empieza a relatar el sur como territorio mítico, apocalíptico y carnavalesco al mismo tiempo. Y es aún hoy, pese a quien le pese, la estirpe macondiana la que ha definido el sur americano para el resto del planeta. Una vertiente que ha sido convenientemente explotada, tanto desde la crítica literaria como desde otras disciplinas, como el marketing o la publicidad. El otro eje, más real que maravilloso, de la literatura del
boom es la novela de corte social, que expone la región como un espacio dominado por el ansia de poder. Las dictaduras del siglo veinte sirvieron, en ese sentido, como caldo de cultivo para apuntalar la idea de una suerte de ansiedad colectiva, mesiánica y caudillista, que ha hecho lo suyo por la reconfiguración imaginaria del sur.
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Las literaturas posteriores al boom se han definido en muchos sentidos, por un intento de desmarcarse de esa imagen. La posmodernidad, con su recetario pop y sus procesos de reciclaje de la tradición, son en definitiva la prueba de que el peso del sur como concepto está aún muy presente en los escritores de la región. A fin de cuentas, la búsqueda de una identidad común parece haber dejado de ser una prioridad para la literatura del sur, pero en su búsqueda cada vez más atomizada, parece escucharse aún la voz del uruguayo Mario Benedetti, cuando decía, desde una solemnidad ya lejana, que aquí abajo:
“cerca de las raíces
es donde la memoria
ningún recuerdo omite
y hay quienes se desmueren
y hay quienes se desviven
y así entre todos logran
lo que era un imposible
que todo el mundo sepa
que el Sur también existe.” [1]