En las ciudades latinoamericanas, el tiempo es una mercancía valiosa. Sus habitantes pierden cada día horas enteras. Algunas personas aprovechan esta situación: venden tiempo. ¿Quiénes son?
Quien se detiene un momento en Bogotá puede escuchar el sonido de la ansiedad. 7.776.845 personas conviven diariamente y se pierden en serpientes interminables de camionetas, autos particulares, taxis, buses rojos y azules, motos, bicicletas y peatones que creen que son autos. Pero ese número no refleja la individualidad, cada una de las historias que comparten el mismo temor: la falta de tiempo.
“Todo el mundo cree que puede hacer trampa”, dicen los veinticuatro años de experiencia como taxista de Jorge Lemus. “Creen que uno puede atravesar la ciudad en diez minutos”. Pero cuando, después de unos minutos en el tráfico donde lo único que se mueve es el tiempo y, ocasionalmente, el viento, se dan cuenta de que les espera por lo menos una hora de no hacer nada, desesperan. “Algunos empiezan a pegarle suavecito al vidrio, otros a mover el pie, a respirar duro. Los menos sutiles me insultan por no pasarme un semáforo en rojo, pero si lo hago y la policía me multa, ellos se bajan tranquilos con su prisa y a mí me dejan el problema”, dice Lemus. El problema es simple: en la gran ciudad, nadie tiene tiempo.
Dos horas perdidas cada día
Por eso, muchos intentan comprarlo. Un estudio de la Universidad de los Andes estimó que los bogotanos pierden, en promedio, dos horas al día en trancones, lo que equivale a quinientas horas al año, cuarenta y dos días hábiles. En el mundo capitalista, eso equivale a seis mil millones de pesos colombianos al día que se pierden. Desde una visión individualista, significa millones de personas intentando recuperar el tiempo a como dé lugar.
Aquí entran en escena personas como Ney María Carvajalino, quien durante quince años recibió dinero a cambio de hacer filas por otras personas. Ella gastaba sus días en filas para “pago de servicios, pensiones, todo tipo de diligencias que la gente no quiere hacer o para la que simplemente no tiene tiempo”. Y ella no es la única que se dedica a vender tiempo. “Ese negocio es rentable, los turnos se venden fácil y en esta ciudad hay filas en todas partes”, cuenta. Los maestros eran sus principales clientes, pues “ellos sí que no tienen tiempo, porque la mayoría tiene dos trabajos”.
¿Y su tiempo? “¿Cuál?” Pregunta Ney María, confundida por la pregunta. El de ella misma. ¿Cómo se reconcilia la idea de gastar el tiempo propio por ahorrar el de los demás? “Uno no piensa en eso, sólo lo hace por necesidad y aprovecha para hacer amigos en la fila”, dice.
“Lo único que importa es ahorrar tiempo”
La reacción de Rafael Pinilla es similar. Él trabaja para “Spa Canino” como paseador de perros. “Yo aprovecho el tiempo para escuchar música, jugar con los perros y conversar con la gente”. Él le ahorra a los dueños el tiempo de sacar a sus mascotas y, a cambio, recibe dinero y una excusa para relajarse. A cada perro lo saca por dos horas, y su trabajo es mucho más tranquilo que el de muchas personas en la ciudad.
Henry, quien no da su apellido por trabajar para la controvertida Uber, pero que lleva casi veinte años como conductor privado, dice que su servicio es ser una oficina andante. “Con los smartphones y las tabletas la gente adelanta mucho trabajo en los trancones”, dice. “Por eso ayuda tener un carro más grande, van más cómodos y se olvidan un poco el trancón”. Aunque aislarse de la ciudad es imposible. “A fin de cuentas”, dice Henry, “lo único que importa es ahorrar tiempo. Usualmente me dan más propina cuando encuentro atajos o formas de llegar más rápido”.
El tiempo como mercancía
El taxista Lemus dice que lo único que se puede hacer es relajarse. “La ciudad se disfruta más cuando uno no tiene prisa o deja de pelear contra el tiempo”. Henry dice que no puede darse ese lujo y hay días que trabaja hasta diecinueve horas seguidas. Carvajalino ya no hace filas, pero dice que lo volvería a hacer porque no tiene muchas más ocupaciones. Pinilla ama los animales y ama lo que hace.
Ellos son solo algunos ejemplos de los trabajos formales e informales que nacen de la necesidad de una sociedad que quiere alargar las veinticuatro horas del día, y que está dispuesta a pagar lo que sea necesario. Son la materialización de algo que ya había escrito el sociólogo alemán Georg Simmel en su famoso ensayo “Las grandes ciudades y la vida del espíritu”, de 1903: “El espíritu moderno se ha hecho más y más calculador (...), por eso tantos hombres pasan la jornada pensando, evaluando, calculando, cifrando, reduciendo valores cualitativos a valores cuantitativos”.
El tiempo, entonces, es una variable más, un bien del mercado, un medio de subsistencia, el recurso no renovable más apetecido y, a la vez, menospreciado. Quien se detenga en Bogotá a observar sus siete millones de habitantes podrá escuchar el ruido de la ansiedad, que se manifiesta en una pregunta simple, que innumerables personas le hacen cada día en las calles bogotanas a quienes “venden” minutos, es decir llamadas telefónicas desde un celular: “¿Me regala un minuto, amigo?”
Y, por supuesto, la respuesta: “No. ¡Se lo vendo!”.