Mientras traduce a Katja Petrowskaja como residente del colegio de traductores de Straelen, Nicolás Gelormini –uno de los traductores literarios del alemán más prestigiosos de Latinoamérica– contesta algunas preguntas en torno a la traducción, las versiones, los lectores y el tiempo.
Suele decirse que los escritores desarrollan una obra teniendo en vista un lector potencial ¿El traductor también piensa en la recepción de su trabajo?
Sí, por supuesto pensamos en el lector, pero de un modo distinto que los escritores. En principio, nosotros buscamos que la traducción plantee al lector los mismos desafíos que el texto original plantea a sus lectores. Es decir, que allí donde el efecto del texto original es que el lector dude, se detenga y lea dos veces una frase, nuestro lector deba hacer lo mismo. Naturalmente sería absurdo aspirar a una equivalencia total entre esas dos experiencias de lectura. Cuando un autor menciona a Goethe o a Jean Paul despierta en el lector alemán evocaciones que difícilmente se asemejarán a las del lector español, por más culto que sea. Sin embargo, esto no impugna el criterio de que el lector de la traducción, en un plano ideal, no debería tener las cosas ni más fáciles ni más difíciles que el que lee el original.
¿Es posible “modernizar” una obra literaria antigua para acercarla a los lectores contemporáneos?
Claro, en el caso de obras antiguas es inevitable una modernización de la lengua original y, efectivamente, la traducción termina quedando de algún modo más cerca de su lector que el original de los suyos. Muchas de las nuevas traducciones de obras clásicas se justifican, en primera instancia, por esa necesidad de actualizar la lengua de las versiones castellanas. Otra es la lógica de que es la traducción la que envejece y deben adoptarse criterios más actuales. Por otra parte, el proceso que mencioné en primer lugar también puede observarse dentro de un mismo idioma, con las versiones que se modernizan, por ejemplo, El Quijote o, en el caso del alemán, el Simplicius Simplicissimus.
Muchas veces se debe traducir en pocos meses una obra que llevó varios años o décadas escribir. ¿El traductor, en este caso, trabajaría condensando el tiempo?
Sí, y puede hacerlo, por algo que es obvio pero no siempre se recuerda, el hecho de que el traductor escribe sobre una hoja que de algún modo ya está escrita. De todos modos, yo no compararía el tiempo de la escritura con el de la traducción.
¿Por qué?
Porque el tiempo de la escritura está determinado por el texto en cuanto proceso, obra abierta, es el tiempo de la creación, el tiempo del pintor; el tiempo de la traducción está determinado por el texto en cuanto obra acabada, tiene la temporalidad del oficio, del restaurador. Pablo Ingberg, escritor y traductor, dijo alguna vez que “traducir es lo mismo que escribir, pero con lo más difícil ya resuelto”. Nosotros tenemos un original, partimos de una materia lingüística, por así decirlo, ya formada, aunque esté en otro idioma. Un escritor se enfrenta a cuestiones de orden mucho más diversas que un traductor y goza de una libertad, de una indeterminación, que no siempre ofrece su mejor cara y que, afortunadamente, casi siempre el traductor desconoce.
Usted ha traducido obras famosas como el Werther de Goethe, con muchas traducciones, y otras como El aquelarre de Ludwig Tieck, que no había sido traducida hasta ahora al español. ¿Las traducciones ya existentes o la falta de ellas tienen una influencia sobre su trabajo?
Aunque haya versiones españolas anteriores, trato de no consultarlas cuando hago mi primera versión. En ese momento quiero estar solo frente al original y dejar que la traducción surja del roce, de la tensión entre mi castellano y el estilo del autor. Sí consulto, en caso de tenerlas, traducciones al francés o al inglés, que me pueden resolver dudas de contenido sin interferir tanto en el plano del estilo. Con esto no quiero decir que las otras traducciones afectarán la pureza o la originalidad de mi traducción, sino que creo que puedo lograr un resultado más coherente en todos planos cuando estoy yo solo frente al original. Más tarde, si aún tengo dudas sobre tal o cual pasaje, me parece natural consultar cómo han resuelto mis colegas esas dificultades. Pero no siempre las cosas son más fáciles dentro del propio idioma. Cuando trabajé en el Werther, entre otras tenía a la mano una edición española de mediados del siglo XIX, de la que por página desconocía diez o quince palabras, mientras que del original debía consultar en el diccionario sólo una o dos.
Justamente la primera idea que a uno le viene a la mente sobre la traducción de un libro escrito hace varios siglos es el problema del léxico, el vocabulario. Pero ¿qué sucede con la sintaxis? ¿Cómo influye el tiempo transcurrido en la sintaxis de una lengua? ¿Y qué problemas le presenta este aspecto al traductor?
Es una pregunta compleja. Un texto alejado en el tiempo no presenta necesariamente dificultades en el plano sintáctico. En la lengua, los cambios sintácticos se producen con un ritmo mucho más lento que los lexicales o morfológicos. Para la traducción, el desafío que plantea la sintaxis es fundamental: el modo en que las oraciones se conectan unas con otras determina el ritmo del texto, mientras que la organización interna de cada oración permite destacar la información que se quiere transmitir o parte de ella. En el caso específico de la traducción del alemán al castellano, para que una frase quede tan normal o rara como en el original hay que tomar la información y repartirla de un modo enteramente distinto, algo parecido a marcar las cartas, barajar y dar de nuevo.
Nicolás Gelormini nació en 1968 en Buenos Aires, Argentina. Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Desde 1999 se dedica a la traducción de literatura alemana. Entre otros autores, ha traducido a Johann Wolfgang Goethe, Andreas Maier, Thomas Mann, Katja Lange-Müller, E.T.A. Hoffmann. Su última publicación es “El aquelarre” de Ludwig Tieck.