Memoria y cine
“Quien no habla olvida, y si olvidamos repetimos”
La violencia es un elemento omnipresente en el cine latinoamericano, y eso se debe a que las historias e identidades se asemejan más de lo que parece a simple vista en distintas regiones del continente.
De Eduardo Valente
¿Existe una identidad latinoamericana? ¿Se pueden establecer unas bases que la caractericen? Al igual que en otros ámbitos, también en el mundo del cine la diferencia entre Brasil, “ese gran hermano mayor y diferente”, y sus vecinos siempre fue enorme, a pesar de algún esfuerzo puntual como el del gran crítico José Carlos Avellar que, con su revolucionario libro A ponte clandestina (El puente clandestino, 1995), trató de equiparar el cine brasileño al de otros países del continente.
Sin embargo, durante mi participación en el visionado de la última edición de Cine Ceará, un festival cinematográfico de Iberoamérica, advertí un elemento que unifica de manera especial las películas de esa zona: la presencia omnipresente de la violencia. Ese parece ser el nexo de unión del cine que se hace en países tan dispares por sus características territoriales, geográficas, culturales o históricas como pueden ser Brasil, Uruguay, Bolivia, Guatemala y México.
Tal vez dicha omnipresencia no deje de ser hasta cierto punto natural, teniendo en cuenta que la violencia fue uno de los aspectos fundacionales del, comunmente denominado, “Descubrimiento” de cada uno de esos países. Desde la llegada de los colonizadores, multitud de procedimientos hiperviolentos dejaron su huella en las historias que conformaron la identidad y el imaginario latinoamericano; la violencia presente tanto en el genocidio de las poblaciones nativas, como en el furor explotador de las élites trasplantadas de Europa, en la época de la esclavitud y en la sangrienta conquista de sus respectivas “Independencias” en los países latinoamericanos.
los Crímenes de los regímenes dictatoriales
Hay otro aspecto que aúna aún más el cine latinoamericano actual. Tiene que ver con una ola de violencia posterior, desencadenada por los crímenes de Estado de los regímenes dictatoriales instaurados a lo largo del siglo XX, prácticamente en toda la región. Y aunque no resulta difícil darse cuenta de que dichos regímenes surgen debido a circunstancias históricas anteriores (más de una película muestra dicha conexión con gran acierto y claridad), urge su registro audiovisual precisamente ahora, porque son relativamente recientes. Todavía quedan muchos indicios activos de los crímenes cometidos por los regímenes dictatoriales y no solo en sentido figurado, me refiero a personas de carne y hueso tanto del lado de las víctimas como del de los criminales.De hecho, impresiona darse cuenta cuán a menudo se recurre en los relatos documentales o ficticios a las atrocidades acometidas por los regímenes dictatoriales latinoamericanos y el rastro que han dejado en las actuales sociedades latinoamericanas. Y esta tendencia supera el universo de la producción cinematográfica latinoamericana, como bien prueba el reciente documental del gran cineasta italiano Nanni Moretti, Santiago, Italia (2018), que contextualiza el golpe militar en Chile contra Salvador Allende de 1973 y sigue las huellas de la generación de chilenos que, en consecuencia, emigró a Italia.
Perú y Guatemala: memorias reprimidas, masacres y desapariciones
Muchas de estas películas realizadas por cineastas latinoamericanos resultan, a su vez, más dolorosas, porque en gran parte tratan de historias del ámbito personal y familiar. En el festival de Cannes de 2019, por ejemplo, el cine latinoamericano fue galardonado con la codiciada Cámara d'Or, premio otorgado a la mejor ópera prima. La película ganadora, Nuestras madres, del guatemalteco Cesar Díaz, ya anuncia en su título la temática, la herencia y la pérdida, tema que desarrolla sirviéndose de una trama ficticia en la que incluye una serie de actores en sus contextos reales.La película muestra el esfuerzo de investigadores y científicos por encontrar restos físicos (como huesos) y otras huellas inmateriales (como relatos e historias silenciadas) que atestigüen un proceso genocida de desapariciones y ocultamiento de la verdad. Trama que también encontramos retratado en un potente documental del mismo país, La asfixia, aunque se aborde de otra manera. Su realizadora, Ana Bustamante, parte de la memoria familiar reprimida para seguir el rastro del padre, de cuyo recuerdo apenas queda nada.
Curiosamente, también en 2019, se repite este tipo de diálogo entre dos películas, una de ficción y otra documental, pero en otro país que por lo general apenas cuenta con visibilidad cinematográfica internacional: Perú. También exhibido en Cannes con gran éxito, el largometraje de ficción Canción sin nombre de Melina León, trata de aproximar al público la figura del padre de la misma directora, un periodista que investigó casos de niños raptados con el beneplácito del Estado.
Ecos del mismo tema encontramos en el documental La búsqueda, en el que los directores Mariano Agudo y Daniel Lagares acompañan a indígenas de pequeñas comunidades del interior en su intento de reconstruir y esclarecer historias de masacres y desapariciones acaecidas también en esos años ochenta.
Chile y Brasil: infancia, padres ausentes y un aborto
En cuanto a Brasil, presenta películas que buscan combinar la ficción con la memoria personal. Deslembro (Olvido, 2018), por ejemplo, se basa en los recuerdos de infancia de su directora Flavia Castro para hablar sobre el trauma de volver del exilio y reencontrarse con un país más imaginado que conocido, que más bien resulta ser una trampa para la familia y la descendencia criada en el extranjero.Y en la película Fico te devendo uma carta sobre o Brasil, su directora Carolina Benjamin busca el rastro de su padre durante su exilio en Suecia, pero no solo para tratar de entender al hombre que nunca llegó a conocer de verdad como hija, sino para describir cómo sufrió y cambio su abuela, mientras se acupa de ella, su nieta, y buscaba el rastro de su hijo preso.
Urgencia unificada
Las películas hasta ahora citadas son solo algunos ejemplos que además se limitan a solo cuatro países, pero cabe señalar que, si bien son muy diferentes y geográficamente muy distantes, tratan de cubrir un agujero temático común. Presentan historias de padres y madres, de abuelas y nietas que, en nombre de sus países, se hacen cargo de una sensación de injusticia infinita que el Estado nunca terminó de asumir hasta sus últimas consecuencias. En esto se percibe la cercanía, aunque al mismo tiempo la enorme diferencia, con la superación del pasado nazi en el contexto alemán.Y es ahora, mientras Brasil elige como presidente a una persona que se jacta públicamente de hechos violentos recientes en nombre del Estado, cuando reconocemos qué peligro corre el futuro de nuestros países, abandonados a la ignorancia y la mitificación histórica. Y entendemos con más razón el por qué de la urgencia que unifica la escena cinematógráfica de países latinoaméricanos tan diferentes: Quien no habla olvida, y si olvidamos repetimos. Parece que much*s cineastas de Latinoamérica no están dispuest*s a ser cómplices de ese crimen para y con el futuro.