En el Sanatorio
Los últimos días de Kafka

Los últimos días de Kafka
Los últimos días de Kafka | © Sonia Dauer / Unsplash

Franz Kafka tenía apenas 40 años cuando ingresó en la primavera de 1924 en una clínica privada de Kierling, a las afueras de Viena. El edificio no ha cambiado, salvo su relación con la literatura universal.

De David Granda

“¿No te parece guapísimo?”, pregunta la responsable de mostrar la casa–museo de Franz Kafka en Kierling, Klosterneuburg. Mira embelesada la última fotografía que se hizo el escritor con 40 años en unos grandes almacenes de Berlín, convertida hoy en un icono. Hay momentos serios en los que uno no puede contener la risa. Los biógrafos del escritor cuentan que un joven Kafka no pudo contener la risa cuando su jefe en la compañía de seguros le ofreció un ascenso. “Fue el hombre más guapo de su tiempo”.

En la entrada más reproducida de sus diarios, la del 2 de agosto de 1914, Franz Kafka escribió: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Muy pocos saben que en Klosterneuburg, a 15 kilómetros de Viena, se encuentra una de las mejores playas fluviales para nadar en el Danubio. Kafka llegó allí el 19 de abril de 1924 porque le habían recomendado baños de aire. El escritor que había anticipado en su obra la alienación de la sociedad moderna, el buen nadador, el entrañable bebedor de cerveza vegetariano, el enamoradizo con un miedo peterpanesco al compromiso, el genio que décadas después traduciría al cine Orson Welles, que tararearía un siglo después el Sr. Chinarro, estaba desahuciado.

Cura de silencio y morfina

En agosto de 1917 escupió sangre por primera vez. Le diagnosticaron tuberculosis pulmonar. Con 39 años obtuvo el retiro como funcionario en Praga y supo pronto que la enfermedad se había extendido a la laringe. El 11 de abril de 1924 ingresó con fiebre constante en el hospital general de Viena, uno de los mejores de Europa, donde no soportó la visión de la muerte y buscó la cura en el sanatorio privado del doctor Hugo Hoffmann en Kierling, un pueblo tranquilo que hoy pertenece a la ciudad de Klosterneuburg. Su amigo Max Brod, en Praga, y el escritor Franz Werfel, que vivía en Viena, se ocuparon de las gestiones.

No estaba solo. Le acompañaba Dora Diamant, la joven polaca que había conocido en el balneario de Graal-Müritz en el Báltico, la tercera mujer con la que quiso comprometerse y no se casó, y su buen amigo Robert Klopstock, que escondía en su maletín dosis de morfina para aliviarle el sufrimiento.
La habitación de Kafka tenía un balcón soleado con vistas al jardín y al bosque, donde leía y hacía cura de silencio. Ahí siguen el mismo jardín y el mismo bosque, y la portezuela trasera que los separa aún conserva el letrero original: “Sanatorium”. La casa de dos plantas en el 187 de Hauptstraße alberga ahora viviendas privadas, incluida la que ocupó Kafka. El apartamento que se exhibe como memorial es el aledaño, donde cada año llega, para asombro de todos, un sinfín de coreanos. En Corea del Sur son fanáticos de Kafka, les fascina su obra.

El mito del fuego

Sin Max Brod no habría Franz Kafka. Si en una vitrina se conservan la ficha con la curva de la fiebre y el expediente médico (Kafka, que era un hombre grande —medía 185 cm—, pesaba solo 45 kilos cuando ingresó), en una repisa se muestra la obra que publicó en vida, unas 350 páginas de relatos, entre ellos La metamorfosis, junto a la que Brod salvó del fuego y publicó póstumamente, unas 3400 páginas. La leyenda dice que en su testamento decretó la destrucción de todos sus manuscritos y Brod lo desobedeció. Sucede que quien creó la leyenda fue el propio Brod, que además de amigo y albacea fue su editor y primer biógrafo, y fabricó la estrategia adecuada para que Kafka no fuera olvidado y se hiciera universal.

En realidad, el deseo de quema de Kafka concernía a sus escritos íntimos y a sus cuentos y novelas inconclusos –las tres novelas que escribió: El desaparecido, El proceso y El castillo–. A Max Brod le debemos mucho, tal vez demasiado: Milan Kundera no dudó en denunciar que, al publicar y airear su cartas y diarios más personales, Brod traicionó a su amigo.

Las lágrimas de Kafka

La leyenda imaginada por Brod no puede explicar lo que sucedió en este sanatorio los últimos días de su vida. En el balcón soleado, entre baños de aire y curas de silencio, Kafka corrigió con las pocas fuerzas que le quedaban las galeradas de Un artista del hambre (él, que ya no podía comer), y el día que pudo leer las pruebas de imprenta del libro que nunca vería publicado se le saltaron las lágrimas.

El escritor Vila-Matas imaginó en El mal de Montano la última secuencia del 3 de junio de 1924: “Cuando el médico se apartó un momento de la cama para limpiar una jeringa, Kafka le dijo: ‘No se vaya’. El médico le dijo: ‘No, no me voy’. Con voz profunda, Kafka replicó: ‘Yo me voy’.”

En su última carta, un día antes de morir, Kafka había escrito: “… Y yo no estoy aún muy guapo, ni siquiera presentable […] Así pues, queridos padres, ¿no os parece que por el momento lo dejemos?”.
 
REFERENCIAS:

Kundera, Milan: Los testamentos traicionados, Tusquets, 1994.
Magris, Claudio: El Danubio, Anagrama, 1988.
Stach, Reiner: Kafka, Acantilado, 2016.
Vila-Matas, Enrique: El mal de Montano, Anagrama, 2002.

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