El margen de incertidumbre ha crecido exponencialmente, al igual que la propagación del virus; no sabemos qué es lo que va a pasar, ni siquiera en plazos cercanos. Y ese no saber, según creo, es definitorio de este estado de suspensión. Lo que no se sabe impera. La profunda necesidad de certezas (incluso las más modestas) nos depara una y otra vez esa evidencia: que estamos hundidos en lo que no se sabe; que cuando hablan los que más saben, si son sinceros, lo que hacen es revelarnos qué tanto es lo que aún no saben.
¿Qué simboliza para usted su propia situación actual o la situación actual en su país (objeto, momento del día, metáfora, situación típica, imagen, etc.)?
Hacía casi cuarenta años que no pasaba un día completo de mi vida dentro de mi casa, a menos que estuviera enfermo (y en ese caso el día lo pasaba en la cama, no en la casa en general). Porque una casa no es un lugar en el que me resulte agradable estar; a mí me gusta andar por la calle, parando en distintos cafés, recorriendo lugares. La reclusión en mi casa me obligó a inventar espacios donde estar, incluso formas de estar, con las que no contaba. Ahora extraño Buenos Aires. Lo que siento, por lo tanto, en este encierro, se parece paradójicamente a lo que siento cuando me encuentro de viaje: siento ganas de estar de nuevo en Buenos Aires (aunque estoy en Buenos Aires). Pero cuando me asomo a la calle, o cuando salgo a corta distancia para hacer alguna compra, la ciudad está vacía, quieta, sola, callada: la ciudad está ausente también. Esa imagen, la de la ciudad sin nadie, incluso sin ella misma, es la que resume para mí la experiencia de estos días.
¿Cuáles son, en su opinión, las consecuencias a largo plazo de la crisis (sociales, de la sociedad civil, sistémicas, etc.)?
No lo sé. Me parece que si hay algo con lo que hoy no contamos, con lo que menos que nunca contamos, es con un largo plazo. En países como el nuestro, en el que casi todo es precario e inestable, estamos tal vez algo más habituados a manejarnos con una escala de futuro más corta. Pero, con la pandemia, incluso eso se alteró: lo corto se volvió cortísimo. El margen de incertidumbre ha crecido exponencialmente, al igual que la propagación del virus; no sabemos qué es lo que va a pasar, ni siquiera en plazos cercanos. Y ese no saber, según creo, es definitorio de este estado de suspensión. Lo que no se sabe impera. La profunda necesidad de certezas (incluso las más modestas) nos depara una y otra vez esa evidencia: que estamos hundidos en lo que no se sabe; que cuando hablan los que más saben, si son sinceros, lo que hacen es revelarnos qué tanto es lo que aún no saben.
¿Qué le da esperanza?
Yo no he dicho que tenga esperanza. ¿Esperanza de qué? ¿De que haya una cura para el corona virus? La cura va a llegar, en algún momento. Darán con la vacuna. ¿Esperanzas de que, cuando por fin la descubran, funcione como una solución para todos en el mundo y no como un negocio infame por parte de los laboratorios, expertos en la materia? No es una esperanza, diría más bien que es un reclamo. ¿Esperanzas de que las cosas en el mundo mejoren? Hay lazos de solidaridad social que se activaron ante la pandemia; pero también se han activado el recelo, la hostilidad y una notoria pasión de vigilancia. ¿Esperanzas de que los sistemas de salud pública, tan vaciados o debilitados por varios gobiernos en el mundo, vuelvan a merecer las inversiones y el respaldo que desde hace tiempo les vienen mezquinando? No es una esperanza, es una exigencia. A menos que definamos a la exigencia como una esperanza que se politiza.