La cineasta Diana Rico fundó con su socio Richard Décaillet 4direcciones, una productora cuyo objetivo hasta hoy es visibilizar la cultura y las tradiciones de las comunidades indígenas amazónicas.
¿Cómo empezaron a trabajar en documentales sobre temas indígenas?Empezamos con El lado B de la historia, nuestra primera serie, hecha junto con el Museo Nacional, en la que quisimos activar los objetos del museo y contar su historia. Ya conocíamos su función en las ceremonias, su razón de ser en los ritos. Ahora queríamos presentarlos como memoria. Más adelante hicimos animación, luego documentales cortos, largos, series… Pero nunca hemos hecho ni ficción ni realidad, sino piezas que activan otras cosas. Richard y yo venimos de las artes visuales, y eso tiene que ver con nuestra manera de trabajar. El video es un arte, y también una herramienta de activismo. Hicimos los videos que acompañaron la consolidación del Parque Yaigojé Apaporis, con los que la Unesco pudo entender de qué se trataba ese territorio y por qué había que protegerlo. Hicimos también el acompañamiento audiovisual de la consulta previa de ese parque. Trabajamos de la mano de Gaia Amazonas y en los procesos del Vaupés, nuestro principal lugar de trabajo. Todo eso nos llevó a preguntarnos para qué sirve lo audiovisual, independientemente del formato. Finalmente, en 2016, María Belén Sáez de Ibarra, directora de Patrimonio de la Universidad Nacional de Colombia, nos propuso hacer algo expandido con material de nuestro archivo sonoro. Hicimos así El origen de la noche, una exposición sobre la cultura de la coca comisionada por el museo. Esa muestra nos mostró el camino.
¿Ese trabajo los condujo de cierta manera a la realidad virtual (VR)?
Sí, porque ambos formatos se enfocan en el sonido. Justamente entonces, y sin saber muy bien lo que estábamos haciendo, empezamos a trabajar con realidad virtual junto a un canadiense que tenía esa tecnología. Fuimos juntos al Pirá, y de allí resultó una de las primeras piezas de realidad virtual hechas en Colombia. Con ella descubrimos que la realidad virtual rompe con la línea del tiempo del cine, que es heredera de la lectoescritura. El cine es leer linealmente, en el tiempo. Pero cuando trabajas con culturas orales –y creo que esta es la razón por la que el cine indígena en Colombia prácticamente no existe–, te das cuenta de que el cine es un formato excluyente. Para contar historias toca aprender un lenguaje que no es natural, que no está dado, y tratar de resumir con ese lenguaje una experiencia que es de otro orden, que está hecha bajo una noción del mundo no lineal, es casi imposible. La realidad virtual, entonces, nos permite comunicar una experiencia, no una historia. Nos permite representar lo que pasa en la selva de una manera más cercana a como lo viven los indígenas. De ahí viene Coca (Kají, 2018).
Was zeigt Coca?
Muestra a la gente. Es un corto documental inmersivo, hecho con VR en el río Pirá Paraná, que revela el proceso de la coca; los momentos de esa actividad diaria que los indígenas amazónicos hacen desde el principio del tiempo; la belleza de coger la hoja, tostarla, estar; simplemente estar. Pero lo que creamos con el sonido es lo que realmente le pasa al espectador. Lo que se arma en él no viene de la vista, sino sobre todo de lo que oye. Eso es exactamente lo que pasa cuando mambeas coca o tomas otras plantas: las consumes, oyes algo y ese sonido es lo que crea en ti una arquitectura de la visión. Y para mí esa imagen mental que se abre es el arte.
¿Qué es el mambe?
Es una práctica de los hombres indígenas, que todas las noches, de seis a doce, se sientan en las malocas amazónicas o de la Sierra Nevada a organizar el mundo. Se sientan a comunicarse profundamente con todo lo que existe y a examinar la comunidad. Es un espacio político y de transmisión de conocimiento. Y sin duda hay una sintonía entre el señor que mambea en Pirá Paraná y el que está a cincuenta millones de kilómetros. Ambos están mirando esos temas desde sus lugares.
Es decir que, como decía Humboldt, todo está conectado.
Así es, pero Humboldt, que es una herencia muy fuerte en nosotros, no le daba una dimensión humana a esa interconexión. Su mirada de la naturaleza era la de un hombre todavía preso de sí mismo: poderoso, aristócrata, blanco, que vino a los territorios a mirarlos, a estudiarlos y a opinar. Humboldt vino a “descubrirnos otra vez”. Aun así, fue una figura muy necesaria, porque son necesarios los traductores de mundos.
¿Cómo fue el proyecto con que ganaste la hackatón organizada por el Instituto Goethe en el año Humboldt?
Conformé un equipo de cinco personas: un hacker, un programador, un músico, Aimema Urue –un joven de Chorrera, Amazonas–, Richard y yo. Nos presentamos con Juyeco –que significa “totuma” y a la vez “lo que contiene”–, que muestra la maloca como un centro científico. Cuando Humboldt llegó a América, los indígenas seguramente lo curaron para fortalecer sus conocimientos, para que pudiera ver, hacer sano su recorrido y volver como mensajero. Él fue un instrumento nuestro. Entonces eso fue lo que hicimos: hackeamos el pensamiento de Humboldt. Hicimos una maloca –la representación indígena del territorio– que mostraba los lugares que había recorrido Humboldt, mediante sus ilustraciones. El espectador recorría ese mapa a pie; él era el explorador, pero con tecnología de maloca amazónica. Al pasar por un dibujo, activaba un territorio con un teléfono y realidad aumentada, oía sus sonidos. La gente también podía sentarse en el centro y conocer el mambe. Usamos además los pictogramas, los símbolos de la danza, como signos legibles que activaban la experiencia durante el recorrido a través de una app. Lo que se veía desde afuera era entonces una danza en la maloca.
¿Qué te queda de esa experiencia?
Fue una oportunidad política muy importante porque logramos lo que queríamos y lo que seguiremos buscando: mostrar la coca, y hacer que el centro cambie; que esté aquí.
noviembre 2019