Óscar Leonardo Henríquez Linero trabajó durante largos años en el puerto de Santa Marta, en el Caribe colombiano. Hoy recuerda con nostalgia, humor y gran agradecimiento su vida entre mercancías, barcos y el mar.
“Nací en Bogotá en 1954, pues mis padres vivían allá, donde estudiaban Derecho. Pero desde muy niño crecí, primero en Valledupar [en el nororiente de Colombia], donde mi papá era juez; y luego en Santa Marta, en el Caribe, a donde nos mudamos a comienzos de los años sesenta. Mi niñez fue muy sana, nos la pasábamos con mis amigos y mis hermanos en la Quinta de San Pedro Alejandrino, viendo la cama donde murió Simón Bolívar, las habitaciones, los carruajes, jugábamos y corríamos en medio de ese lugar histórico que tanto nos gustaba. También jugábamos beisbol, fútbol, boliche, trompo o cometas. Los juegos se ponían de moda por temporadas y la pasábamos muy bien.Cuando murió mi papá, tuve que abandonar mis estudios de Arquitectura y ponerme a trabajar. Uno de los amigos de mi padre me había propuesto ingresar al puerto de Santa Marta y, como la situación de mi mamá no era la mejor, me presenté y empecé a trabajar en el puerto en 1977, con 22 años de edad. Allí me asignaron como responsable del archivo de la Oficina de Reclamos por Pérdidas y Averías, en el que se guardaba toda la información relacionada con cada nave que entraba o salía del puerto, su lugar de procedencia o de destino, el tipo y cantidad de carga que traía, etcétera. Era un trabajo típicamente administrativo y allí estuve casi cinco años. Luego pedí que me trasladaran al área de operaciones, en 1981, pues la paga era mucho mejor, y así comencé a aprender lo relacionado con el cargue y descargue de las naves; primero, haciendo reemplazos de estibadores que salían de vacaciones; y después con un cargo de tiempo completo. Este era el puesto más básico del puerto y consistía en sujetar todos los aperos necesarios para organizar la mercancía que se descargaba o se cargaba a los barcos. Trabajábamos muy duro y recuerdo que las zonas de carga y descargue siempre estaban llenas de operarios, olía mucho a humo y a gasolina por la cantidad de camiones, grúas y maquinaria pesada que circulaba, todo esto, en medio de un calor que por momentos era insoportable.
Por ser Santa Marta un puerto del Caribe colombiano, de allí salía mucho banano y café, productos de exportación propios de esta región. En aquella época, el banano todavía llegaba en tren y cuando escuchábamos el pito y el ruido de la maquinaria, nos organizábamos para recibirlo en un muelle especial. Ahí atracaban los barcos bananeros, que se cargaban rápido, con más de cien trabajadores apoyando esas labores.
En el puerto trabajaba gente muy humilde, la mayoría vivía en el barrio Pescaíto, que queda en la misma zona, y de allá venían hasta malandros que empezaban a ganar buena plata y se ajuiciaban porque aprendían el valor del dinero trabajando honradamente. Por eso se decía que a muchos el puerto los salvó de morir por ahí robando, porque mucha gente que no tenía oportunidades pudo sacar adelante a sus familias. ¡Ya no tenían que robar sino cuidarse ellos de que no los robaran!
Lo que más extraño de esos años de trabajo en el puerto era la camaradería y el buen ambiente con los compañeros de trabajo. Los costeños siempre estamos haciendo chistes, es parte de nuestra forma de ser aquí en el trópico. Nunca faltaba un compañero pesado o perezoso y más de una vez me fui a los puños con alguno, pero nada grave, en general la pasábamos muy bien. Cosas desagradables también hubo, pues algunos compañeros murieron en accidentes y yo mismo tuve un par de percances que por fortuna no me dejaron secuelas.
Para relajarme un poco, y si el tiempo lo permitía, me subía por la noche a la proa de un barco y me quedaba ahí un rato mirando la ciudad, contemplando el mar y disfrutando la brisa. Me gustaba sentir ese leve bamboleo de las olas meciendo la nave.
De estibador pasé a ser capataz, puesto que ocupé hasta mi retiro, en 1992. El capataz coordinaba el trabajo de las cuadrillas de estibadores, que se conformaban según el tipo de mercancía que se cargaba o descargaba de las naves.
Yo me pensioné justo cuando se liquidó la empresa estatal que manejaba los puertos y se dio paso a un modelo nuevo en el que eran los particulares los que operaban el puerto, aunque este seguía siendo del Estado. Ese cambio fue muy impactante y a mi modo de ver fue negativo, porque afectó mucho el empleo y la economía de una ciudad portuaria como Santa Marta. Con la llegada del modelo neoliberal, la privatización se hizo de golpe, no gradualmente, y eso produjo un gran impacto social y económico en la ciudad y en otras ciudades portuarias, como Buenaventura [puerto del Pacífico colombiano], donde incluso se desataron episodios de violencia. Aquí en Santa Marta esa transición fue traumática, aunque no violenta. Un día llegamos a trabajar en los buses del puerto, nos bajamos a la entrada, y vimos que había un gran cordón policial. Nos dijeron que ya no teníamos trabajo, a muchos como yo nos pensionaron y a otros los liquidaron. Pero en términos generales, debo decir que el puerto hizo posible mi proyecto de vida, me formó como persona y me permitió sacar adelante a mi familia, casarme, educar a mis hijos. Siempre le estaré agradecido por eso.”