Lógica férrea  Alas de paloma

Alas de paloma
Alas de paloma Foto: Manav Jain © Unsplash

“Las novelas son como alas de palomas que nos permiten escapar a la lógica de nuestro propio destino. El arte consiste únicamente en encontrar la novela correcta y que esto no ocurra cuando es demasiado tarde sino mucho antes.” Así dice el escritor y filósofo polaco Grzegorz Jankowicz y se remite a algunas obras de Franz Kafka. Los protagonistas de Kafka se atascan en situaciones enrevesadas, dominados por el impulso de vivir la vida de modo correcto. ¿Les suena conocido? ¿Pero qué tienen que ver las alas de paloma? Grzegorz Jankowicz va hasta el fondo del asunto.

Inmediatamente después del entierro de Franz Kafka, que tuvo lugar el 11 de junio de 1924 en el Nuevo Cementerio Judío de Praga, los padres del escritor le pidieron a Max Brod, amigo de su hijo, que revisara la casa de Kafka en busca de manuscritos y documentos literarios que tuvieran valor. En realidad, el impulso a hacerlo parece haber surgido de Brod mismo, pero sin el permiso oficial, el legado del escritor habría permanecido –al menos por algún tiempo– inaccesible.

Además de un montón de apuntes desordenados y una considerable colección de manuscritos, Max Brod encontró dos testamentos dirigidos a él, sin fecha. En el primer documento, escrito con tinta y pluma, el escritor le pedía quemar todos los textos que se encontraran en su casa. El segundo documento, escrito en lápiz, contenía una lista con obras que Kafka mismo consideraba “válidas”: “La condena”, “El fogonero”, “La metamorfosis”, “La colonia penitenciaria”, “El médico rural” y “Un artista del hambre”.

La historia del legado de Kafka es conocida, pero tal vez no todos hayan reparado en el hecho de que los tres primeros textos listados arriba habían surgido en el breve período entre finales de septiembre y comienzos de diciembre de 1912, evidentemente una fase muy especial en la vida del escritor.

Un momento de libertad

En este punto, el escritor praguense se asemeja al proverbial ciempiés que antes de ponerse a bailar tiene que poner en orden todas sus patitas. Su vida consistía mayoritariamente en dudas cuya superación le costaba mucho tiempo, y que vulneraban su salud mental y física. En la vida de Kafka, sólo hubo pocos momentos en los que se sintiera completamente libre y en los que estuviera convencido de que aquello que hacía y el modo en que lo hacía eran correctos.

En la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912 logró ponerse en un estado de excitación artística y en pocas horas redactó la narración “La condena”. Poco después, anotaba en su diario que sólo podía escribir de ese modo. ¿A qué se refería? Con seguridad, en primer lugar, a una libertad de la imaginación que le planteaba sin cesar conceptos que se desplegaban por sí mismos. El texto se alzaba dentro de él autónomamente y se desplegaba según una lógica propia. Casi parecía que el escritor no escribía el texto sino que el texto orientaba al escritor en la dirección correcta. Las correcciones eran innecesarias, porque en ese momento cada oración aparecía en su forma definitiva: sólo se debía liberarlas de la oscura cámara de la consciencia.

Todo lo que habitualmente causaba irritación en Kafka, lo que lo distraía y corroía sus fuerzas, no lo alcanzó en aquella época. El mundo siguió enviándole estímulos (sobre todo por la noche, cuando el menor crujido resultaba un bombardeo para el oído de quien escribía), pero todos esos estímulos chocaban contra un muro invisible que rodeaba al escritor hundido en su trabajo. En su vida Kafka experimentó diferentes fases de creación artística de una intensidad semejante e incluso superior a la de este período, pero cuando en las últimas semanas de enfermedad repasó su obra, no pudo reprimir la impresión de que sólo en aquel breve lapso entre septiembre y diciembre de 1912 había alcanzado aquello con lo cual siempre había soñado como escritor y de lo cual, como ser sensible, tenía la más urgente necesidad.

Los seis textos que Kafka menciona en su testamento dirigido a Brod, todos son pequeñas obras maestras de la literatura, pero en su legado había muchos textos mejores. ¿Por qué el escritor los pasó por alto? Me parece que en la elección de las obras mencionadas lo determinante no fue la calidad literaria sino una sensación esencialmente indefinible, vinculada al proceso de creación artística. Esas seis narraciones debían preservarse para la posteridad porque habían surgido de un proceso alquímico en el que la sustancia de la imaginación se derramaba sobre la consciencia y se transformaba en oraciones, en oraciones perfectas desde todo punto de vista. Al menos, según la opinión de su autor.

Guiado por dos relojes opuestos

También la experiencia del tiempo jugó un papel principal. Kafka tenía constantemente la sensación de tener que luchar por cada momento de escritura. Planeaba con minuciosidad sus actividades diarias para poder ser dueño de esos momentos y defenderlos de las seducciones de la vida cotidiana. El trabajo, la casa, la familia, acontecimientos fortuitos cuya desmesura desgarraba sus nervios… ¿cómo podía ensamblar palabras bajo semejante bombardeo? ¿Con qué ritmo debían desplegarse esas palabras, si él tenía que mirar una y otra vez el reloj? El tiempo pasaba o muy rápido o muy lento. Por lo general, en Kafka todo esto concluía en un sentimiento de culpa, de haber desperdiciado el tiempo, que devoraba el resto de su energía vital.

Pero aquella noche (y algunas otras veces durante las semanas y los meses siguientes) el tiempo se condujo de un modo algo diferente. La representación de la estructura cronológica cedió lugar a la impresión de que todo transcurría en un tempo más lento, acompasado. En esos momentos Kafka ya no debía correr detrás de nada ni nadie. Diez años después, el 16 de enero de 1922, el escritor habló en su diario de la imposibilidad de soportar una vida en la que los relojes no coinciden, en la que el reloj interno corre como loco, de un modo demoníaco o, en todo caso, no humano, mientras el reloj exterior sigue su marcha normal con su ritmo lento.

La separación de ambos mundos también desgarraba al escritor interiormente y lo condenaba a un destino espantoso. El frenesí de la marcha interior era producto sobre todo de una intensiva autoobservación que no daba descanso a la imaginación. Y cada acto nuevo de autoobservación lo volvía a agobiar. Al escritor la vida se le aparecía como una sucesión infinita de tormentos, que principalmente surgían de la sensación de que, para sobrevivir, debía enfrentar algunos desafíos, hacer algo de inmediato, explicarle algo a alguien con urgencia, justificarse ante alguien, cumplir con expectativas ajenas, resistir a la presión.

No puede decirse que en enero de 1922 Kafka sufrió una espantosa transformación. Su vida siempre había sido así, a excepción de esos únicos tres meses en los que escribió “La condena”, “El fogonero” y “La metamorfosis”. En ese breve período de tiempo los dos relojes funcionaron sincronizados.

El conflicto entre el tiempo interior y el exterior también determina el destino de muchos personajes de Kafka y, ciertamente, el de los protagonistas de sus tres novelas. Karl Roßmann, Josef K. y K. sufren las consecuencias de acciones realizadas bajo la influencia de esa tensión interior. Pero cada uno de los protagonistas recibe de Kafka, al menos una vez, la oportunidad de cambiar sus criterios existenciales. Como surgida de la nada se les abre una ocasión que les permitiría –si tan solo fueran capaces de reconocerla y aprovecharla– escapar a su situación aparentemente desesperada. Aquí brindaré un ejemplo de esa oportunidad, uno solo, pero extraído de una obra que Kafka mismo consideraba “válida”.

El fogonero

“El fogonero” es el primer capítulo de la novela El desaparecido (publicada póstumamente por Max Brod con el título de América). Kafka había comenzado el trabajo en la novela pocos días después de terminar la narración “La condena”. Aproximadamente seis meses después –en la noche del 9 al 10 de marzo de 1913–, en una carta a Felice Bauer, escribía que únicamente el primer capítulo tenía algún valor, porque había nacido de una “verdad interior”.

Reconstruyamos el contexto de esa afirmación. Kafka comienza la carta con la confesión de estar llevando una vida irrazonable y marchita. El tiempo se le escurre entre los dedos, y aunque a primera vista en su existencia no sean visibles grietas importantes, él siente continuamente “un puño (...) en la nuca”. Más adelante, Kafka escribe que el día anterior hizo un descubrimiento terrible que, sin embargo, curiosamente, casi le quitó un peso de encima.

Por una casualidad, dice, los cuadernos en los que entre septiembre de 1912 y enero de 1913 escribió los capítulos de su novela El desaparecido y que desde hacía dos meses no tocaba, de pronto “habían subido a la superficie”, y él había comenzado a leerlos y concluido que únicamente el primer capítulo podía considerarse logrado y que las otras quinientas cincuenta páginas solamente “se habían escrito en recuerdo de un sentimiento grandioso pero por completo ausente” y, por eso, debían desecharse.

Al comienzo de la narración “El fogonero” su protagonista (y protagonista de toda la novela El desaparecido), un joven de dieciséis años llamado Karl Roßmann, arriba a bordo de un barco transatlántico al puerto de Nueva York. Nos enteramos de que sus padres lo echaron de la casa después que una criada lo sedujera y tuviera un hijo de él. “Para eludir los gastos de manutención o cualquier otro escándalo que pudiera comprometerlos” lo habían enviado a los Estados Unidos.

Inmigrante involuntario, Karl se acerca a su nuevo mundo como una persona llena de energía y desenfado, pero también ingenua y fácilmente influenciable. A sus espaldas tiene un breve pasado europeo que difícilmente sirva para una historia completa aunque contenga ese obligado rechazo de la paternidad (el aspecto emocional de esa experiencia parece escapársele por completo al protagonista). Ante sí tiene un futuro que, razonablemente, le da un poco de miedo, sobre todo porque la Estatua de la Libertad, que ya se menciona en el primer párrafo del cuento, no tiene en la mano una antorcha como símbolo de la iluminación sino una espada que anuncia desgracias.

El narrador da a entender que Karl no piensa para nada en abandonar el barco (no queda claro si por miedo o falta de prisa). Sólo el encuentro con otro de los pasajeros, al que había conocido fugazmente durante la travesía, lo lleva a la acción. El joven le pregunta si no tiene ganas de bajar, a lo que Karl contesta que sí, que está dispuesto pero al instante siguiente se da cuenta de que se olvidó el paraguas en el interior del barco.

Karl baja para buscar su paraguas, pero antes le pide al conocido que le cuide la maleta un momento. Una conducta curiosa. ¿Karl le confía su único bien y posesión a una persona apenas conocida sólo para ir a buscar un paraguas? Evidentemente, Kafka nos está sugiriendo que para el protagonista el paraguas tiene un significado especial. Se lo sostiene en la mano como una antorcha o una espada. Por supuesto, sirve para protegerse, y si uno lo pone delante de sí, es casi como un escudo.

Todo este pasaje posiblemente deba entenderse de modo simbólico. Karl actúa por miedo. Baja de la cubierta para recuperar su artefacto apotropaico, que le ha de brindar un poco de seguridad en el nuevo mundo. Así pone en marcha una sucesión de acontecimientos, de los cuales uno marca la transición a otra realidad.

¿Dónde encontrar ahora un amigo mejor?

Karl se pierde en la estructura laberíntica del barco. Las escaleras del interior evocan una maraña compleja e impenetrable, cuya descripción anticipa la obra Relatividad del artista holandés M. C. Escher, aparecida 41 años más tarde, (el mundo representado en ese cuadro tiene tres centros gravitacionales independientes entre sí –aunque los tres complejos de escaleras se comunican entre sí en el plano gráfico, constituyen bajo condiciones físicas normales una estructura arquitectónica paradojal–).

“En su desconcierto”, escribe Kafka, “y como no encontraba a nadie y solo oía avanzar continuamente por encima miles de pies, mientras de lejos le llegaba, como un jadeo, la última actividad de las máquinas ya apagadas, empezó a llamar, sin pensárselo mucho, a una puertecilla ante la que se había detenido en su vagar de un lado a otro.”

Una de las escenas más icónicas del universo kafkiano es, si cabe, esta: una persona intenta llegar a determinado edificio, lo cual se demuestra imposible por diferentes motivos. Pero esta vez es distinto: una voz desde el interior de un camarote le señala a Karl que la puerta está abierta y que no tiene sentido aporrearla como un loco. El hombre del camarote resulta ser el fogonero del barco. Aunque el camarote es muy pequeño, exhorta a Karl a entrar. Cuando Karl, según su costumbre, vacila, el fogonero sencillamente lo empuja y lo mete en el camarote de un tirón y le dice que se siente en su cama.

Los dos comienzan una conversación que parece tanto una charla de dos personas que se están conociendo como un debate filosófico en torno a una decisión existencial, por más que ninguno de los dos hombres sea consciente de esto último. ¿De qué se trata? El fogonero se muestra preocupado por el destino de Karl, que se ve llevado a formular el siguiente, mudo pensamiento: “Quizá no debería separarme de este hombre, ¿dónde encontrar ahora un amigo mejor?”.

Y así como un momento atrás, a partir de un impulso, confió su único bien y posesión a un desconocido, ahora llega con total brusquedad a conclusiones que, dadas las circunstancias, resultan directamente absurdas. Pero es de ese modo que Kafka despliega sus historias: sorprende al lector con giros repentinos e inesperados, que, en apariencia, anulan todo lo sucedido antes pero no dejan entrever de ningún modo una continuación lógica.

La brusquedad con que Karl formula sus conclusiones podemos atribuirla a su juventud, a su inmadurez emocional o su tremenda ingenuidad, pero quien esté familiarizado con las reglas del mundo kafkiano tratará de abstenerse de tales juicios. Posiblemente, el fogonero –que no tiene una vida fácil en el barco, porque siendo alemán es molestado por el maquinista, un rumano llamado Schubal– podría, en efecto, brindarle a Karl la protección necesaria. Tal vez con su sola presencia podría orientar en la dirección correcta la vida del joven.

El paso que da Karl para atravesar el umbral del pequeño camarote aparece como una consecuencia lógica del plan que él concibe de modo inconsciente: él está en busca de un paraguas, de una abrigo protector, de seguridad, y precisamente por eso llega a un lugar en el que encuentra una persona que está dispuesta a ayudarlo. El protagonista reconoce esta oportunidad pero para conservarla debe intentar mantenerse bajo su ámbito de influencia. Pero del dicho al hecho hay mucho trecho. El fogonero está en el escalafón más bajo de la jerarquía del barco, aun cuando su trabajo es de fundamental importancia para el resto de la tripulación y los pasajeros. Por su origen y, sobre todo, por su trabajo, está constantemente expuesto a la discriminación y lo consideran un peón barato que realiza el trabajo más vil de a bordo. El fogonero está preso en un sistema social cuyas reglas pueden haberse difuminado un poco, pero que sigue funcionando de modo impiadoso.

A Karl le viene el deseo de ayudar a su nuevo conocido y procurarle justicia. Cuando los dos vuelven a cubierta, caen por un instante en la trampa del sistema y Karl se enreda en una discusión con las autoridades del barco. Además, de la nada –como sucede a menudo en Kafka– aparece su tío, al que la ya mencionada criada informó por carta de la llegada del sobrino.

La intención de Karl de asociarse al fogonero, de quedarse en ese peculiar mundo del barco, de acomodarse en un sitio al que en verdad no puede pertenecerse siempre y que, sin embargo, ejerce cierta seducción existencial, esa intención desaparece repentinamente o más bien es desplazada por otro pensamiento, una nueva observación o un nuevo deseo. El reloj interior comienza a galopar y las fuerzas demoníacas empujan al protagonista en brazos del futuro.

Al final, se trata de soltar

Para llegar a una solución que nos permita escapar a nuestro destino señalado, necesitamos, por un lado, fuerza y, por otro, una sabiduría difícil de definir. Reconocemos esa sabiduría cuando surge en nuestro pensamiento y determina nuestra acción. Ese “sentimiento grandioso” que Kafka mencionaba en su carta a Felice Brauer, puede entenderse tal vez como un reservorio de fuerzas. Durante algunos meses el escritor se sirvió a manos llenas de ese reservorio. Pero la energía sola no alcanza para mantener un estado en el que el reloj interior y el exterior avancen sincronizadamente.

Hacia el final de la novela El proceso figura la siguiente frase: “La lógica es inalterable, pero no puede resistir a un hombre que quiere vivir”. Son las últimas escenas de la novela. La oscuridad de la noche envuelve la cantera en las afueras de la ciudad. Josef K. está apoyado en una piedra, arriba de él, dos señores de levita y chistera se pasan entre sí el cuchillo de carnicero con que él ha de ser asesinado. En la ventana de una casa lindante con la cantera ve una silueta humana y se pregunta si realmente no hay una posibilidad, un truco para escapar a su horrible destino.

Y precisamente en ese momento aparece la frase antes citada, que contiene una afirmación profundamente irónica. Constantemente nos afanamos por vivir, por vivir mejor. ¿Lo recuerdan ustedes? Para sobrevivir hay que enfrentar desafíos, hacer algo de inmediato, explicarle algo a alguien con urgencia, justificarse ante alguien, cumplir con expectativas ajenas, resistir la presión. Pero precisamente en esos momentos en los que creemos seguir al más vital de nuestros impulsos, corremos el peligro de perdernos a nosotros mismos.

Cuanto más queremos vivir tanto más sucumbimos a la presión del orden simbólico que nos transforma en criaturas ciegamente ambiciosas. Sin cesar nos parece que deberíamos producir más, para obtener reconocimiento y darle legitimidad a nuestra existencia. Cuanto más incorporamos esa lógica tanto mayor es el alcance de la destrucción en nosotros mismos y a nuestro alrededor. Más arriba escribí que la cita debía entenderse irónicamente, pues nosotros hacemos todo a partir de una voluntad de vivir, cuando en realidad se trata más bien de soltar.

El teórico literario alemán Reiner Stach hizo un excelente comentario en relación con la frase citada. Escribe que para los protagonistas de Kafka siempre es “una novela demasiado tarde”. Si Karl Rossmann, Josef K. y K hubieran leído a tiempo las novelas en cuyo centro ellos mismos están, tal vez habrían sido capaces de dar ese paso radical y doblar por un camino secundario de la vida, en el que los relojes anden un poco distinto. Como en el Salmo 55, en el que la angustia de corazón y el miedo mortal despiertan en el orante el deseo de maldecir: “Y dije: ¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría.” Precisamente a estos versos hace referencia Herny James en el título de su novela Las alas de la paloma.

Las novelas son esas alas de paloma que nos permiten escapar a la lógica de nuestro propio destino. El arte consiste únicamente en encontrar la novela correcta, y hacerlo no cuando es demasiado tarde, sino mucho antes.

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