Un siglo tan brillante como el plástico. Pero la libertad, nuestra libertad, siempre nos pondrá en fricción con el otro, y no será posible hablar de ella como un bien absoluto sin estirar nuestras fronteras hacia aquellos que, aunque tan distantes, también están muy cerca.
Era 1980, yo tenía unos ocho años cuando las noticias comenzaron a informar sobre la guerra entre Irán e Irak. No recuerdo, hasta entonces, en mi vida de niña brasileña en el interior de Pernambuco, saber de otra guerra como supe de aquella. Y a pesar de que el programa de noticias de la noche era algo sagrado para los adultos y los niños y las niñas, como yo, eran expulsados de la sala de estar sin otra explicación que la voz profunda de alguien que decía “¡Fuera! ¡Es la hora de las noticias!”, la guerra entre los dos países del Lejano Oriente se había convertido en algo presente e inquietante. Nos expulsaban, quizás, porque no éramos conscientes de la violencia del mundo, editada en un programa de unos 40 minutos, o, simplemente, para no molestar a los grandes en sus asuntos serios, tan serios que incluso se mostraban en la televisión que, en ese momento, nos parecía a todos una caja de resonancia de verdades absolutas. Los niños nos retirábamos, pero el murmullo de todo ello nos acompañaba, como el sonido de la llovizna en la pantalla del televisor, las transmisiones siempre precarias, el silbido barajando las noticias, lo real, lo ficticio.No es posible, en estos tristes días –cuando países y organizaciones se sientan alrededor de la mesa de negociaciones para enfrentar una nueva guerra que acecha al planeta–, hablar de libertad sin hablar de la pesada nube que se cierne sobre este siglo. Una nube o sombra que condensa muchos fantasmas, que trae a unos el recuerdo de tiempos difíciles y a otros la marca del miedo en el propio cuerpo, cicatrices que parecían curadas, pero que vuelven a arder con intensidad. La libertad, ese valor que emana de lo individual a lo colectivo y de lo colectivo a lo individual, tropezará siempre con límites de varios órdenes, es cierto. Esto es lo que dice esta nueva guerra, que hace eco de otras guerras más antiguas que nunca han sido superadas, lo que dice la urgencia de un mundo en colapso ante el calentamiento global, el recrudecimiento de los ataques a las minorías, el terrible caldo que favorece el surgimiento de enfermedades nunca antes vistas, de letalidad cada vez más incontrolable.
La pandemia del coronavirus supuso un frenazo repentino al siglo que soñamos como la era del futuro. A aquel tiempo que vislumbrábamos en las pantallas de televisión y cine con sus ciudades interplanetarias, sin pobres ni refugiados, el cielo repleto de naves privadas, Rosey, el robot, limpiando la suciedad debajo de la alfombra. Un siglo tan brillante como el plástico, libre de todas las cadenas como un anuncio de cigarrillos. Pero la libertad, nuestra libertad, siempre nos pondrá en fricción con el otro, y no se podrá hablar de ella como un bien absoluto sin pensar en ese contacto, sin pensar en las mesas de negociación, sin estirar nuestras fronteras hacia quienes, aunque tan distantes, también está muy cerca.
No podemos hablar de libertad sin hablar realmente de guerra, sin hablar seriamente de la atracción que sentimos frente a ella y de su condición perenne. La guerra siempre nos golpea, ya sea que venga del presente, del pasado o del futuro. Así, no podemos hablar de libertad sin hablar de planes de paz, enfermedad y cura para todos, la selva y sus habitantes bajo constante amenaza, la epidemia de feminicidios y el asesinato de minorías. No podemos hablar de libertad sin hablar del surgimiento de viejas ideologías autoritarias que se presentan bajo nuevas formas y que hacen que las elecciones individuales oscurezcan la seguridad de una colectividad planetaria que incluye seres humanos y no humanos. Como siempre, vivimos tiempos de gran peligro.
Viví mi infancia en una región marcada por una guerra de exterminio que, sin embargo, es poco conocida: la llamada Guerra de los Bárbaros, conflicto que determinó el genocidio de varias naciones indígenas y el borrado de sus lenguas, memorias, individualidades culturales. Crecí ignorando mi condición de hija de esta guerra colonial. Pero un día, en la década de 1980, llamaron a mis padres a la escuela. Tenía ataques de llanto recurrentes sin razón aparente. Fue entonces cuando finalmente consiguieron una pequeña confesión: estaba llorando por Irán e Irak. Esa lejana guerra me tenía, en cierto modo, como blanco. ¿Cómo jugar y disfrutar de la libertad del patio de recreo después de eso? Y esta es la pregunta que todavía me hago.