Para el escritor Donat Blum, la libertad no es el pájaro que puede volar a cualquier parte ni el control sobre el ruido dentro y fuera de nosotros. La libertad es confianza. Pero es precisamente esto lo que a veces hace falta.
Me despierto con los pájaros. Y con ellos dentro de mí. Presiono mi oreja contra el colchón para sofocar el ruido y en su lugar escucho el eco de mi corazón latiendo cada vez más fuerte en las cavidades entre los resortes de metal, el gorjeo del exterior penetrando mis canales auditivos hacia mi cavidad abdominal. Allí los pájaros se vuelven cada vez más salvajes, meten hojas, hierba, paja punzante en mi estómago, el cual se contrae por el temor de que el graznido del único pájaro que suena como una rana, los incesantes silbidos y chillidos, el aleteo salvaje, nunca van a parar. De que el ruido nunca desaparecerá, que la presión constante nunca cesará, que ahogarán todo para siempre. Sobre todo, temor frente a la posibilidad infinita del día libre que ahora comienza, las semanas sin obligaciones, los dos meses enteros que, por primera vez desde el inicio de la pandemia, solo deberían pertenecerme a mí, que hubieran estado destinados solo para mí y para trabajo en mi nueva novela. En cambio, este chirrido y aleteo se asientan, la espiral gira cada vez más rápido. No puedo probar ni un bocado del desayuno que definitivamente necesito para tener energía. El sudor presiona a través de mis poros, corre por mi frente con escalofríos.La escuela secundaria en el pequeño pueblo donde crecí estaba entronizada en una colina. Puedo recordar exactamente cómo subí las escaleras una mañana y le describí a una amiga mi idea nocturna de libertad: ¿Somos acaso libres cuando nos conocemos tan bien a nosotros mismos que sabemos exactamente qué emociones desencadenan diversas cosas en nosotros? ¿Cuando conocemos nuestro funcionamiento interno tan bien que podemos predecir nuestras reacciones y actuar antes de que nos abrume el dolor, el miedo o la melancolía, o al menos elegimos libremente dejar que esos sentimientos fluyan, con la certeza de que pasarán?
Me imaginaba que así me podría sentir libre incluso en una cárcel. Todo lo que tendría que hacer en la habitación de paredes desnudas y ventanas enrejadas era controlar mis pensamientos, mis recuerdos, mi imaginación y mi fantasía y dirigirlos en una dirección beneficiosa.
Sin embargo, desde que se calmó la pandemia, me abruman los ataques de pánico cuando tengo que dormir en una habitación donde no puedo abrir la ventana cuando estoy en un viaje de escritura o lectura: por el ruido de los pájaros, del tráfico, del sistema de ventilación o de la obra de construcción en la que están perforando metal en concreto, en la que trabajadores tabletean, martillean y dan golpes. Pero la idea de despertarse en una habitación insonorizada y escuchar nada más que mi propia respiración, ser lanzado de regreso a los latidos de mi corazón acelerándose, alimentando su espiral de pensamientos y viceversa, no es menos aterradora.
“El conocimiento hace libre”: eso proclamaron Ada y Theodor Lessing cuando fundaron el primer centro de educación de adultos en Hannover, Alemania, en 1924. Al menos desde la pandemia, durante la cual fuimos inundados por conocimientos sobre la vulnerabilidad y finitud de nuestros cuerpos, sé que saber todo lo que puede suceder te enseña también a temer. Quizá por eso, a veces, cuando estoy sentado en un parque infantil y veo a los niños treparse al tobogán, enroscarse boca abajo en las barras de gimnasia, perseguir a una paloma o dejarse caer, me domina el anhelo de ser de nuevo un niño que no conoce las consecuencias; que está convencido de que una flauta y un juego de ropa de recambio serían suficientes para abandonar la casa familiar y salir al ancho mundo. Un niño que no ha aprendido lo que podría salir mal, que no se preocupa por lo que piensan los demás, que no ha experimentado ni oído hablar de los problemas de lujo que, por ejemplo, los espacios reducidos que pueden ocasionar.
Cuando subía las escaleras del edificio de la escuela como estudiante de secundaria, probablemente aún no conocía el “miedo” en todas sus dimensiones. Pensaba que era lo contrario a la valentía. El nerviosismo antes de los exámenes. La falta de voluntad para hacer cualquier cosa. O la adrenalina que se activa cuando uno podría caer en un abismo real –no metafórico, como hoy en día–. Me faltaba el conocimiento del miedo que puede arrancarte por completo de la vida cotidiana y con él me faltaba aún el miedo al miedo, el miedo a caer en la locura.
Desde que me sobrevienen los ataques de pánico, el algoritmo de Instagram envía a mi feed posts sobre este tema. Recientemente salió un cómic de un niño pequeño acostado en su cama en la oscuridad de su habitación. Mientras la madre pregunta a través de la puerta abierta: “¿Todo bien, mi niño?”, él no se atreve a decir: “Mamá, ¿no puedes simplemente darme un abrazo?”.
Puede sonar ridículo, pero cuando un ataque de pánico se instala en mí, me apuñala, me pincha y me revolotea por dentro y no hay nada que me calme tanto como las simples palabras tranquilizadoras de uno de mis seres queridos: “Todo va a estar bien”, acompañadas de un largo abrazo.
Por el momento –y quién sabe, tal vez dentro de veinte años vea las cosas de otra manera–, la libertad para mí no es el pájaro frente a mí ventana que puede volar a cualquier parte, ni es controlar los pájaros dentro y fuera de mí. Libertad es confianza; es afecto por la propia impotencia y vulnerabilidad; libertad es permitir que el mundo interior y el exterior sean libres.