El intelectual colombiano Carlos Granés habla sobre el profundo vínculo entre arte y política en Latinoamérica y las contradicciones del espíritu creativo de la región. Y explica por qué, en su opinión, la corrección política de la industria cultural es problemática.
Carlos Granés, autor y conferencista colombiano, estudió Psicología y Antropología del Arte en Colombia y Estados Unidos. Es doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado entre otros libros, El puño invisible, una historia de las vanguardias artísticas europeas y estadounidenses, y Salvajes de una nueva época, análisis de las relaciones entre la industria cultural, el capitalismo y algunas ideologías políticas.Su nuevo libro, Delirio americano, publicado al inicio de 2022, es una detallada e iluminadora historia cultural y política de Latinoamérica. Examina las complejas relaciones entre arte y poder desde inicios del siglo XX hasta hoy.
En Latinoamérica, la cultura ha sido tradicionalmente considerada como algo secundario a la hora de examinar la historia de la región. Pero usted ve al arte en el centro mismo del desarrollo político en el siglo XX. ¿Cómo llegó a esta idea?
Hace ya varios años me di cuenta de que un fenómeno típico del siglo XX es la cercanía entre los proyectos culturales y los políticos. Desde inicios del siglo, con la idea de vanguardia, el artista deja de ser un simple creador de objetos estéticos, que representa o reproduce la realidad. Inspirados por pensadores como Max Stirner o Friedrich Nietzsche, los artistas empiezan a tener metas más ambiciosas: crear hombres nuevos, convertir el arte en acción. Eso inevitablemente lleva a la política. En Italia fue muy claro a inicios del siglo, con el futurismo y sus vínculos con el fascismo.
En Latinoamérica, a principio del siglo XX escritores, pintores y políticos compartían las mismas mesas en los cafés y estudiaban en las mismas universidades. Era lógico que se influyeran unos a otros. Además, otro elemento que hoy parece un tanto extraño, ya que la política ha cambiado mucho, es el hecho de que el ejercicio político era una derivación del ejercicio intelectual. Había una relación estrecha entre acción política y el trabajo previo de pensar.
“Delirio americano” ofrece innumerables ejemplos de la asombrosa energía creativa latinoamericana. Sin embargo, junto a la riqueza artística también existe una tendencia a la intolerancia y la violencia. ¿Cómo se manifiesta esto en el campo del arte?
Latinoamérica es inmensamente variada. En cada región han florecido ritmos, imágenes, sensibilidades distintas. Una de las grandes virtudes de la vanguardia artística de los años veinte del siglo pasado fue mostrar esa riqueza maravillosa.
Pero ya también en los años veinte podemos ver la presencia de tendencias totalizantes en el arte. Un pintor como el uruguayo Pedro Figari (1861-1938), que pintó a los gauchos rioplatenses y vindicó las virtudes campesinas, redescubrió al gaucho como un símbolo argentino pero quizo además creer que ese personaje muy local podía ser el símbolo de toda América. Eso es un síntoma de cierta mentalidad latinoamericana: creer que la pluralidad puede ser aplastada en un solo elemento, lo cual lleva a la exclusión. Algo similar sucedió con el andinismo [corriente literaria indigenista de vanguardia de los años veinte], que surgió en Puno, Perú, y narró de una forma novedosa el paisaje, las actividades y la sensibilidad andina. Pero después dijo algo así como: el americanismo del continente tiene que ser andinista. Así que las virtudes que estos poetas encontraban en el indígena de la sierra –la honestidad, el vigor– debían imponerse a todo el continente.
En estos y otros casos vemos que se termina buscando una repuesta total a una región muy compleja. Ese es uno de los errores en nuestra manera de pensar: no aceptar la pluralidad de valores, estilos de vida, y querer reducirlos a un único patrón.
En el libro encontramos también la idea de que la historia latinoamericana es una especie de movimiento pendular entre opresión y revolución, la cual lleva a nuevas formas de opresión…
Creo que hay ciertos ciclos que se repiten en Latinoamérica. Como el historiador chileno Eduardo Devés escribe, en el continente solemos pasar de ciclos identitarios a ciclos modernizadores. Hay periodos donde la región se obsesiona con preguntas como ¿quiénes somos?, ¿cuáles son nuestras virtudes y defectos? En otros periodos, nos preocupamos más por modernizarnos, por la economía y la integración en el mundo.
Ambos ciclos pretenden ser emancipatorios. La pregunta por la identidad siempre quiere liberar: pareciera que si entendemos quiénes somos, podremos independizarnos de influencias exteriores. Pero este camino muchas veces ha llevado al nacionalismo, a encerrarnos en nuestra propia identidad y abrirle la puerta a caudillos autoritarios. El otro camino, el de la modernización, ha permitido crear riqueza, modernizar las ciudades, comunicarse con el mundo. Pero también ha servido como pretexto nacionalista y ha acabado justificando la presencia de líderes autocráticos. Por uno u otro lado, siempre terminamos legitimando al “hombre fuerte”.
Un aspecto del arte de vanguardia es su búsqueda de la reivindicación de libertades, bien sea de colectivos y minorías, bien sea del individuo. Sin embargo, como usted bien muestra, ese impulso ha sido muchas veces instrumentalizado por la política. ¿En qué medida puede definirse el arte –y concretamente el latinoamericano– como un ejercicio de esencial, aunque riesgosa, búsqueda de la libertad?
Sería muy rotundo decir que el arte siempre es una misma cosa. Es verdad que ha habido varias etapas en la historia del siglo XX latinoamericano en que el arte se ha enfrentado al poder y ha abierto espacios de libertad. Eso fue muy evidente en los años sesenta y setenta, bajo las dictaduras militares de gran parte del continente. Las dictaduras eliminaron por completo el sistema del arte, todo el arte que no estuviera al servicio de la dictadura tenía que hacerse en espacios underground. Antes de ello, el surrealismo de mediados de siglo fue una búsqueda de emancipar al individuo creador, a sus deseos, sus instintos e incluso sus perversiones. Y antes de ello, la primera vanguardia de inicios del siglo XX también fue revolucionaria: movimientos diversos como el indigenismo, el negrismo, el muralismo o el criollismo quisieron liberarse de modelos tradicionales, de la academia, de la influencia del arte extranjero.
El problema es que muchos de estos movimientos fueron explotados por políticos nacionalistas y muy poco democráticos, como el PRI (Partido Revolucionario Institucional) mexicano o por Maximiliano Hernández Martínez, en El Salvador [dictador entre 1931 y 1944], que fue un déspota de caricatura. Pero sí, no hay duda de que en muchos momentos del siglo XX el arte en Latinoamérica ha sido un grito de libertad.
¿Cómo percibe la situación del arte hoy en día?
Se puede decir que desde finales del siglo XX las industrias culturales han ganado la partida. Todo lo que era subversivo hasta los años sesenta entró al museo, a las colecciones de los multimillonarios, se convirtió en una mercancía apreciada. El espíritu rebelde y contracultural que solía tener el arte se ha desgastado. Esto es de hecho el resultado de una victoria: la vanguardia cambió los gustos, las actitudes frente al arte y hoy en día el mercado y las instituciones piden rebeldía y experimentación. El arte se ha convertido en el nuevo establishment.
En Latinoamérica hay un fenómeno particular, el “arte de la víctima”, de la reivindicación de quienes han sido olvidados o victimizados por la política, las dictaduras, etc. Lo que empezó aquí como un impulso marginal de reivindicación, hoy hace parte del discurso institucional político en todo el mundo: la política de la identidad, la lucha por la inclusión. También se ve en la publicidad: no hay una sola compañía que no levante las banderas de la multiculturalidad, el feminismo, antiracismo, etc., para promocionarse. Por ello no se puede decir que el arte hoy sea contracultural. Al contrario, el arte se encuentra a la búsqueda de lo que está de moda. Y esta es una crítica que le hago al discurso políticamente correcto que ha asumido el arte.
¿Cuál es el problema de que el arte luche contra diversas formas de opresión?
El arte por lo general es políticamente incorrecto, no es moralizante, no pretende ocupar el lugar de quien le dice a la gente qué hacer y qué no hacer. El arte debería poder ser cualquier cosa. No debe ser nada. El arte es lo que el artista quiere que sea…
Pero decir que el arte no debería ser políticamente correcto, ¿no es ya imponerle una obligación, una definición, al arte?
Claro, el arte puede ser reivindicación, una fuerza que apoye la inclusión. Yo, más que una crítica, siento un cierto recelo. Me produce desconfianza el moralismo institucionalizado, que no parte del arte, sino de la institución. Y considero problemático que hoy el discurso moral en el arte se haya vuelto la clave para ganar premios. Aquí yo intuyo una pérdida de libertad del artista. Para entrar a la institución, el artista se debe plegar a ese discurso. Y no creo que eso deba ser el arte.
julio 2022