En las ciudades brasileñas, la separación entre los edificios y las calles es establecido a menudo a través de muros de vidrio. Como sutil forma de distanciamiento, el vidrio simula proximidad y apertura. Los transeúntes terminan entregados a su propia suerte y la inseguridad del espacio público aumenta.
La segregación social y espacial es una marca de la ocupación de las grandes ciudades brasileñas. La configuración contemporánea de las calles derivó en un escenario en el que los diferentes grupos sociales están próximos pero al mismo tiempo aislados unos de otros por paredes, rejas de hierro, cámaras de seguridad, cercos electrificados y, ahora, barreras de vidrio, un simulacro de espacio continuo, compartido. En la práctica, el vidrio es más difícil de atravesar que la reja y sigue alimentando la soledad de las aceras.Los años ochenta fueron un punto de giro en la relación entre los espacios públicos y privados en Brasil. La redemocratización trajo un aumento de la densidad demográfica de las capitales en un período que registraba, al mismo tiempo, más criminalidad, segregación y miedo. La respuesta de la élite fue un recrudecimiento del apartheid social que le dio a las ciudades un patrón arquitectónico que la antropóloga brasileña Teresa Caldeira describió “enclaves fortificados”. En la dinámica de lo cotidiano surgieron, por un lado, grupos privilegiados en el interior de condominios que daban la sensación de seguridad. Por otro, peatones solitarios y abandonados en aceras vulnerables, desiertas y desprotegidas.
En el libro A cidade de muros: crime, segregação e cidadania em São Paulo, Caldeira explica que los moradores de espacios fortificados valorizan la convivencia con sus pares sociales y el distanciamiento respecto a interacciones no deseadas, al movimiento, de la heterogeneidad, al peligro y la imprevisibilidad de las calles. De este modo cultivan una relación de ruptura con el resto de la ciudad y niegan la calle como espacio de encuentro de vida urbana. “No estamos ante un cambio de estilo de los proyectos sino ante un cambio del carácter del espacio público”, señala Teresa Caldeira, actualmente profesora de la Universidad de Berkley, California, desde donde sigue investigando la metrópolis de São Paulo.
Soledad e inseguridad
En 1961, la periodista estadounidense Jane Jacobs lanzó una obra que cambió la forma de observar y analizar los fenómenos urbanos. Muerte y vida de las grandes ciudades celebra el “baile de las aceras”, es decir, el ir y venir cotidiano, los gestos banales como llevar a pasear al perro por la calle o la relación interpersonal de vecindad, actividades esenciales para la salud de las zonas densamente pobladas. Cuando alguien dice que una ciudad es peligrosa, recuerda Jacobs, es porque en la calle se sintió solo y, en consecuencia, inseguro.Según esta investigadora, la seguridad del ciudadano proviene no de las paredes y alarmas sino del cruce de múltiples miradas lanzadas desde dentro del espacio privado hacia la calle. Miradas atentas, vigilantes, solícitas. Al levantar barreras, los moradores rehuyen la responsabilidad ciudadana y su papel en la seguridad de las aceras, que ellos dejan abandonadas. “Es inútil huir de la inseguridad reforzando la seguridad de los patios internos”, dice Jacobs.
Un caminar estéril
El arquitecto carioca Pedro Rivera lamenta que, en nombre de un proyecto cuestionable de seguridad, la atmósfera lúdica de las aceras haya cedido a un caminar estéril. Riveira dirigió desde 2011 hasta 2018, año en que fue cerrado, el Studio-X, espacio de investigación y reflexión sobre urbanismo, proyecto de la Universidad de Columbia, en Río de Janeiro. Poniendo a funcionar la memoria infantil, Rivera revisitó las largas aceras del barrio de Humaitá, en la zona sur de Río de Janeiro, de los años ochenta.Antes de que se enrejaran los frentes de los terrenos, cuenta el arquitecto, era posible interactuar con el trazado sinuoso de las aceras, definido por las jardineras que adornaban todo el trayecto. “Nunca era una línea recta. Las travesuras terminaban siendo determinadas por la acera pública y el frente de cada terreno determinaba si esa acera era la mejor para hacer la pirueta con la bicicleta. Hoy ya no existe ese espacio de creación, las aceras son utilitarias”, afirma.
Transparencia blindada
Cada cierto tiempo, los enclaves fortificados se modifican para acompañar la evolución tecnológica y adecuarse a las nuevas exigencias de seguridad o a las modas arquitectónicas. Así, el muro alto cedió a las rejas, justamente por la enseñanza de que nada es más seguro que estar frente a frente, vigilar la calle y ser vigilado por ella.Un ejemplo fue la reforma del Museo de la República, de Río de Janeiro, cuyo muro alto alrededor del jardín generaba inseguridad en el barrio de Catete y fue reemplazado por rejas. La estética de la reja de seguridad, común en los terrenos privados, no resiste a la insistente oxidación del hierro, sobre todo en las ciudades cercanas al mar. Los arquitectos presentaron como alternativa los tubos de aluminio. Visualmente pesados, ahora se los está reemplazando a gran escala por divisores de vidrio laminado (en algunos casos, blindado).
El vidrio se impone en el frente de los edificios y borra la historia, hasta entonces bien definida, de (no) comunicación entre los espacios público y privado. La nueva herramienta a disposición de los enclaves fortificados descritos por Teresa Caldeira, surge sin la brutalidad explicita de los alambres electrificados y las rejas puntiagudas. El vidrio aporta sofisticación a las calles, observa Humberto Kzure, profesor de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro. “Pero esa sofisticación oprime, aleja a las clases populares”, completa.
Libertad fraguada
El truco está en la transparencia del material. Se simula un intercambio vivo, en fin, entre condominio y calle. Pero esta operación se da dentro de la misma lógica de inhibición y segregación que tenían las herramientas que precedieron al vidrio. Mientras la reja es un símbolo obvio de encarcelamiento, el vidrio fragua una libertad, una libertad imposible por la propia naturaleza del material, sólida fuerte, comparable a la de la pared y superior a la de la reja, cuyos vanos todavía permitían, por ejemplo, pasar una mano al territorio privado. La inseguridad y la soledad de las aceras aumenta.El frente de los inmuebles forma parte de la tradición urbanística brasileña, cuya división del suelo sigue una lógica de lotes estrechos y profundos, es decir, poco favorables a la comunicación con la acera, explica João Whitaker, profesor de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo. En una tentativa de quebrar la innegable soledad posmoderna de las aceras, la Ley de Uso y Ocupación del Suelo, de São Paulo, de 2015, estipuló beneficios para los propietarios que optan por la llamada fachada activa y más por la fachada verde.
La ocupación activa permite que el frente del terreno pueda ser ocupado por tiendas pequeñas e interrumpir la multiplicación de los predios que buscan el aislamiento respecto a los peatones. “El comercio trae animación y seguridad a la calle”, dice Whitaker. Este modelo de ocupación no es novedad en Brasil. Lo usaron mucho los arquitectos y urbanistas brasileños entre los años cincuenta y setenta, cuando estaba de moda el Modernismo, para privilegiar los espacios de circulación libre y el contacto visual entre calle e interior. Edificios como el Copan, en la Avenida Ipiranga, y el Conjunto Nacional, en la Avenida Paulista, ambos en São Paulo, son ejemplos de la funcionalidad del trazado con vanos libres, circulación de peatones y tiendas que dan a la calle, todo integrado.
octubre 2020