A pesar de ser tanto nuestros antepasados como nuestros vecinos, los pueblos indígenas de Latinoamérica siguen siendo vistos por muchos en el continente como extraños y exóticos. Reflexiones sobre una relación problemática.
Cuando se instaló el multiculturalismo como promesa de desarrollo humano en América Latina en la década de 1990, parecía que la oda a la diversidad y a la diferencia resultarían, por fin, en la igualdad soñada por tantos próceres del continente. Sin embargo, apenas empezábamos a solazarnos con la permanente letanía del futuro esplendor, cuando la pandemia nos obligó a observar cuán lejos estábamos de aquel sueño.La distancia, como noción espacial, física y emocional, expuesta a diario a raíz de la pandemia del Covid-19, nos reenfocó en la necesidad de pensar nuestras propias lejanías y cercanías respecto de los demás y repensar nuestras sociedades. Y en América Latina la distancia entre el desarrollo económico prometido y la situación actual fue quizás la más brutal comprensión de la lejanía: el intervalo permanente entre la materialidad y el deseo.
Culturas indígenas: los otros perpetuos
Ante nuestros ojos se develó, también con crudeza, la lejanía que manteníamos respecto a aquellos a quienes consideramos otros en el juego de poder en el que se negocian las relaciones sociales latinoamericanas: los pueblos indígenas. Las sociedades hegemónicas de Latinoamérica, más ocupadas en el extractivismo forestal y minero y los megaproyectos de carreteras e instalación de centrales eléctricas –bajo la promesa de desarrollo– prefirieron no ver ni oír a los indígenas. Quizás por eso pasa desapercibida la desprotección económica y la falta de acceso a la salud y la educación en que ellos se encuentran. Alicia Barsena, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2020) sostiene que la crisis generada por la pandemia del coronavirus hará que millones de personas del continente caigan en la pobreza, y entre los grupos más vulnerables se encuentran los pueblos indígenas, “que padecen un efecto desproporcionado de los embates sanitario y económico en la actualidad.”Si bien antes de este quiebre socio-sanitario nuestras sociedades llevaban algunas décadas implementando políticas multiculturalistas que buscaban incorporar la diversidad local al mercado global, estas políticas apenas comenzaban a asentarse en los territorios. Y en este escenario precario se manifestaron sus fragilidades. El confinamiento y los cierres de fronteras impactaron de lleno en el etnoturismo, la venta de artesanías, de comida típica, de diseños textiles y joyería, entre otras actividades. Pero se evidenciaron también dos trampas de la venta de productos indígenas a mercados globales. El primero es que, en la mayoría de los casos, la puesta en valor y exportación se encuentra en manos de intermediarios no indígenas que poseen el capital. El segundo es que estos intermediarios exigen procesos –que podríamos llamar de “blanqueamiento”, normalización o higienización de los productos– bajo demandas de “calidad”, interviniendo así el acervo cultural indígena. El producto, entonces, no sólo depende de terceros en su comercialización, sino también en su manufactura. El agente comercializador busca satisfacer las expectativas de otredad, las ansias de exotismo, del comprador.
Exotismo y distanciamiento
Aunque en estos procesos puede revelarse la resistencia y preservación cultural indígena, no debe perderse de vista que sin la regulación adecuada, estas estrategias pueden derivar en la subordinación de la producción cultural. Por otra parte, debemos comprender que el exotismo puede, fácilmente, distorsionar e invisibilizar la realidad de los pueblos indígenas. En su doble intencionalidad –de desafección y deseo– el exotismo no sólo no valora al otro en su significado real, sino que también puede constituirse en una forma de racismo negada, ocultando el temor o rechazo hacia la otredad. El exotismo es una forma de acercamiento basada en el distanciamiento hacia el otro.Ahora bien, si nos detenemos en las posibilidades de desarrollo indígena a través del turismo, tal como se relevó en la Cumbre Mundial de Ecoturismo (Quebec, 2002), reconociendo el papel central de las comunidades en la preservación de la biodiversidad y la diversidad cultural, podemos concluir que esta es una gran oportunidad de desarrollo sostenible. Sin embargo, no podemos ignorar la amenaza cultural que implica la presencia de gente externa en los territorios, la posibilidad de contaminación de los mismos, la extracción de plantas nativas, la caza y la pesca no autorizadas, la pérdida de privacidad y el sentimiento de invasión y amenaza para determinados pueblos, sobre todo si pensamos en aquellos que permanecen en mayor aislamiento.
El punto de quiebre, entonces, se encuentra en el resguardo de todos los derechos de las personas y los pueblos indígenas, no sólo los relevados por el multiculturalismo neoliberal, sino sobre todo los derechos políticos y económicos. Recordemos que la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007) reafirmó el derecho de los pueblos indígenas al control propio sobre sus vidas e identidades y la obligación de los Estados a reconocer y proteger sus tierras, territorios y recursos, respetando sus costumbres y tradiciones.
Así las cosas, podemos decir que el multiculturalismo como promesa de desarrollo mostró que los antiguos cantos de sirena, aunque ensalcen la diversidad y la diferencia, aún tienen la capacidad de adormecernos. Pero aquellos latinoamericanos que aún piensan un continente que se salve con “sus indios”, como sostenía el escritor cubano José Martí, saben que la posibilidad más certera de avanzar hacia un desarrollo humano sostenible es tan básica como antigua: necesitamos mirarnos, reconocernos, acercarnos y trabajar juntos para construir un mundo socialmente más justo y solidario. Y si en ese mundo, además consideramos la posibilidad política y estética de decir y decirse desde todas las identidades, tendremos además un futuro más pleno.
octubre 2020