En Alemania, miles de personas salen a las calles a protestar contra las medidas del gobierno en la crisis del coronavirus. Esas movilizaciones logran unir lo que casi siempre ha estado separado: ciudadanos preocupados, defensores de teorías conspirativas, fanáticos del esoterismo y radicales de derecha. Y los medios les dan una gran atención. ¿Hay razón para preocuparse? No necesariamente, opina el experto en protestas Dieter Rucht. Para él, las manifestaciones forman parte del discurso democrático.
Foto: © archivo privado Señor Rucht, en las protestas contra las medidas de protección del gobierno contra el coronavirus coinciden grupos de ciudadanos muy diversos. ¿Cómo es posible que, para eso, personas tan distintas logren reunirse? Esa proximidad hasta ahora no era imaginable.Lo que une a la gente no es un objetivo común, sino una oportunidad común. Una manifestación pública crea una puesta en escena que despierta el interés de los medios. Así, se convierte en un escenario para intereses y objetivos particulares, en el que no importa mucho qué dice o busca mi vecino a la izquierda o a la derecha, atrás o adelante.
En verano de 2020, cuando hubo las manifestaciones más concurridas, el número de casos y el efecto económico de la pandemia todavía eran relativamente bajos. ¿Por qué la protesta aquí en Alemania es algo tan marcado?
Creo que la razón principal es la “paradoja de la prevención”. Esta dice que allí donde una crisis todavía no ha cobrado mayores dimensiones la gente considera completamente exageradas las medidas de protección. La pandemia no parece ser tan mala. No se reconoce que, justamente, las medidas han logrado impedir el estallido de la pandemia. Esa postura se ve beneficiada por la contradicción que suele darse en un Estado federal en relación con algunas decisiones políticas. Eso irrita a la gente y produce descontento.
¿Ha habido alguna vez en las protestas del pasado una unión tan peculiar como la de hoy?
De cuando en cuando surgen coaliciones negativas en las que los contrarios se unen de manera puntual, por ejemplo, para derrotar a un enemigo común o para expresar un rechazo. Pero se trata de alianzas temporales, concebidas de manera intencional y por razones tácticas, como fue el caso de los grupos de izquierda y derecha que se unieron en 2014 en las Vigilias por la Paz para oponerse al capitalismo financiero en ocasión de la crisis en Ucrania. Hoy no veo un mayor cálculo táctico o estratégico, sino más bien el interés de hacerse visible en un gran espacio público.
Una parte de la rabia está dirigida, como en otros países también, contra el “establecimiento”, sea lo que sea que eso signifique. ¿Es posible que de esa movilización, por ahora difusa, surja otra que busque derribar estructuras existentes, sin ofrecer por el momento ninguna otra alternativa?
Eso pasa solo en casos excepcionales, cuando en la contraparte hay divisiones. Pensemos en Israel. Allá hay, por un lado, judíos ultraortodoxos que quieren un mundo cerrado e imponen sus intereses con firmeza. Por el otro, está la sociedad liberal de izquierda, que no es cerrada y no busca crear un bloque homogéneo. El bando más pequeño impone su voluntad, a pesar de que el otro sea mayor numéricamente. Entonces, es posible que una minoría pueda imponerse gracias a su compacidad, a su energía y a sus arremetidas deliberadas contra la mayoría. Pero en Alemania no veo eso posible, o al menos no veo las condiciones para que lo sea. Aquí contamos con un bando relativamente fuerte aferrado a las medidas de protección contra el coronavirus, y con un bando democrático firme que se levantará si las protestas suben de volumen.
Sin embargo, existe la sensación de que los bandos se están endureciendo, y no solo en lo concerniente al coronavirus. Los conflictos se agravan también en relación con las medidas para enfrentar el cambio climático, la transformación de la movilidad, la digitalización o la migración. ¿Presenciamos una división de la sociedad?
Hay una paulatina tendencia hacia la polarización. Pero estamos lejos de lo que pasa en Estados Unidos. Es cierto que tenemos una serie de temas que nos dividen, pero cada línea divisoria atraviesa grupos muy distintos y termina chocando con el problema inicial. Eso le quita fuerza. Un ejemplo son los grupos de derecha que están a favor de fortalecer las consultas populares. Eso es, en el fondo, una aprobación de la democracia. También hay muchos izquierdistas que, como los grupos de derecha, abogan por una mayor participación ciudadana.
Pero las tensiones parecen aumentar. ¿No le parece preocupante?
En los últimos cincuenta años ha habido una tendencia a la diversidad de temas y de grupos que quieren participar. Y abundan las protestas. Mientras no se dividan en dos grandes bandos, no hay problema. Es parte de la vida democrática. La polémica puede tender puentes, pues con el tiempo las posiciones extremas terminan por aproximarse.
¿Cómo debería uno abordar a un negacionista de la pandemia o a un defensor de teorías conspirativas? ¿Vale la pena discutir con ellos sobre esos temas?
No hay una única estrategia que pueda aplicarse a todos los grupos. En el caso de los radicales de derecha con una fuerte ideología resulta poco útil ofrecer contraargumentos. Sin embargo, en un espectro de derecha más difuso también hay gente que tiene dudas latentes. Ese es el grupo que habría que abordar. A las personas que dudan sobre la crisis del coronavirus uno debería, primero, dejarlas hablar, no buscar callarlas desde el inicio. En vez de comenzar a replicar, uno podría hacer preguntas: ¿Dónde leíste eso? ¿Esa fuente es confiable? Del mismo modo, uno puede conceder que hay asuntos sobre los cuales, en efecto, todavía hay preguntas críticas. Es legítimo que haya preguntas críticas. Y cuando ya existe un ambiente para la escucha, ahí uno puede plantear una postura y argumentar con hechos.
noviembre 2020