La abogada defensora de derechos humanos y feminista Lorena Fries fue elegida como diputada en las elecciones parlamentarias del pasado noviembre en Chile. Conversamos con ella sobre sueños y utopías en la política y en el cambio social.
Lorena Fries, quien nació en Suiza y se nacionalizó en Chile, saltó a la vida pública en los años noventa, cuando tras recibir una maestría en la Universidad de Oxford regresó a Chile y se convirtió en la presidenta de la Corporación Humanas. Allí desarrolló programas pioneros en derechos humanos en toda Sudamérica. En 2010 fue nombrada directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos y ocho años después subsecretaria de Derechos Humanos del gobierno de la entonces presidenta Michelle Bachelet. Tras militar en el Partido Socialista, en 2020 Fries cofundó y fue coordinadora general del Movimiento Unir. A partir de 2022 será diputada en el parlamento chileno por el partido de izquierda Comunes.Usted seguramente recuerda la frase de Martin Luther King Jr.: “I have a dream…“. ¿Tiene usted, como él, algún sueño?
Sí. Es una utopía, un proyecto político. Sueño con un Chile con igualdad, con un país que reconoce los derechos humanos, que es amable y se pone en el lugar de los débiles y los vulnerables.
Estrictamente, un proyecto político y una utopía no son lo mismo que un sueño.
Cuando hablo de un sueño, pienso en un lugar al que quiero llegar y al que quisiera que llegáramos todos. Y en Chile ya no estamos tan lejos de lograrlo. Después de treinta años de neoliberalismo, hoy vivimos una gran transformación. Entonces, en ese sentido, para mí tener un sueño, un sueño utópico, es apelar a la esperanza.
¿Cómo se hace un sueño como el suyo realidad?
Si se trata de un proyecto político, un sueño requiere una construcción: unir personas, recoger ideas, urdir un plan, ir armando las partes. Y debe ser, necesariamente, un sueño colectivo. Lo curioso es que siempre parte de lo individual. Es el caso de nosotras, las feministas. Piensas que tienes un problema y que es solo tuyo, pero luego, en colectivo, ese problema se politiza y empieza a construir su propia historia, su propia memoria. Y así termina planteándose en el espacio público. Lo colectivo permite pensar en el cómo; permite, en efecto, cumplir el sueño.
Los cambios que hoy vive Chile son tal vez los mayores desde el fin de la dictadura en 1990. ¿Por qué en todo este tiempo los chilenos, digamos, dejaron de soñar?
La Constitución del año 1980 fue un matasueño. Los matasueños, o atrapasueños, la gente los pone a veces en la cama justamente para no soñar. Nuestro matasueño fue esa constitución, que naturalizó muchas cosas. Naturalizó que se pudiera decir que la justicia se hace “en la medida de lo posible”, que los derechos sociales no fueran derechos humanos, etc. Así acabó con las ganas de soñar. Pero en octubre de 2020 ese dique por fin despareció. Aquí decimos que Chile despertó. Despertamos para poder soñar.
Me gustaría que hablara de la lucha como una condición para alcanzar un sueño político.
Un sueño no se da por autoinvocación. Al menos en la política no basta tenerlo en la cabeza. Implica perseverancia, poder resistir embates. Un sueño es el producto de luchas en distintos ámbitos. En mi caso, han sido el feminismo y los derechos humanos. Pero en Chile las luchas han sido muchas más, y en la medida que se fueron acumulando, fueron también abriendo un camino. Me refiero a causas que vienen desde la dictadura y que quedaron congeladas luego, durante la transición a la democracia, en la cual se pactó un modelo económico basado en un Estado que no garantizaba la dignidad. Por eso, cuando comenzaron las movilizaciones el 18 de octubre de 2020, cuando todo empezó a cambiar, la palabra común de los chilenos y las chilenas fue esa: la dignidad.
Más allá del repudio que merecen, ¿no podría uno pensar que los arquitectos de la dictadura tuvieron sus propios sueños y quisieron hacerlos realidad?
No, lo de ellos no podía ser un sueño porque no tenía un sustrato en lo común, en que todos estuviéramos en un ejercicio universal de derechos. Si la dictadura, por ejemplo, planteaba al desarrollo como un sueño, pues se equivocaba, porque lo pensaba desde el interés privado. Tengo la impresión de que, al hablar de sueños en términos utópicos, no podemos hablar de intereses propios, sino de intereses diversos. En las grandes utopías, todos tenemos que poder concurrir a soñar. El derecho a soñar es algo que se conquista democráticamente. Y eso en Chile nos costó, pero lo conquistamos. ¿Cómo? Pues, después de muchos años y muchas luchas, todos y todas nos dimos cuenta de que estábamos soñando algo más o menos parecido. O sea, el de hoy no es un objetivo ideológico, sino una meta común: es el sueño de un buen vivir entre todos. No olvidemos que el proceso constituyente fue aprobado por casi el 80 por ciento de la sociedad. Eso en este país nunca antes había pasado.
La imaginación está en la esencia del sueño. ¿Cuál ha sido su rol en esta transformación política en Chile?
La imaginación es un atributo muy relevante. Al fin y al cabo, lo que vivimos hoy es la caída, el marchitamiento de las ideologías. Y con eso no me refiero por supuesto a los valores, sino a las ideologías como las concebimos en el siglo XX. Para llenar ese vacío todavía no hay muchas alternativas sobre el planeta, pero sí hay convicciones que permiten empezar a tejer esquemas de pensamiento político y social. Por ejemplo, si no detenemos la depredación del medioambiente, nos vamos a ir al carajo. Si no intervenimos para superar la desigualdad estructural que viven las mujeres, nunca vamos a lograr una sociedad más igualitaria. Para eso, ya vimos que las viejas fórmulas no sirven. Entonces ahí, en ese lugar sin casillas ni barandas, tiene que entrar la imaginación: la innovación política, la mirada desprejuiciada, la transformación de las convicciones para poder diseñar un futuro común.