Morgana Kretzmann  “La culpa es de todos nosotros”

Puentes sobre abismos
Puentes sobre abismos © Aline Motta

“Todas mis historias nacieron y nacen en la región del río Uruguay”, cuenta Morgana Kretzmann. Antes de adentrarse en sus aguas es necesario “pedir permiso”, dice la escritora oriunda de Rio Grande do Sul. “Aguas que sobreviven al descuido, la falta de preservación y la deforestación.” ¿Hasta cuándo?

El río era una divinidad llamada Omí Yeyeôô.

Una curandera que afirma tener 104 años, voy a llamarla Doña Alma, dice que sus antepasados le contaban, y hasta hoy le cuentan, en sueños y en vigilia, que el río Uruguay pertenecía a una única tierra, Boaytala. En ella vivían personas de todos los clanes y todas las razas. El río Uruguay era calmo y muy limpio, su color era verde claro, casi transparente. Las personas lo atravesaban nadando y, en algunos lugares, incluso a pie. Había armonía entre los diferentes pueblos que ocupaban y controlaban aquel territorio. Cada pueblo tenía sus propias creencias pero todos creían en las bendiciones del río Uruguay. El río era una divinidad llamada Omí Yeyeôô. Un día, un hombre de ojos amarillentos y cabellos de fuego llegó en una embarcación enorme.
 

El río Uruguay es un importante curso de agua del sur de Latinoamérica. Nace aproximadamente a 65 kilómetros del océano Atlántico, en la costa este brasileña, entre los estados de Santa Catarina y Rio Grande do Sul. Como si quisiera encontrar un objeto perdido, el Uruguay corre furioso hacia el oeste hasta la frontera con Argentina y divide a los dos países por medio de sus aguas agitadas, hasta llegar al Río de la Plata, en el que se desemboca, en la frontera con Uruguay. Allí se vuelve calmo y sereno y, por fin, llega a casa después de una larga jornada de 1770 kilómetros. Yo nací en la barranca de ese río, nací con los pies descalzos en la tierra roja cercana a sus aguas. De él nacieron y todavía nacen todas mis historias.

Lo que era río se convirtió enseguida en lodo.

Doña Alma cuenta que la embarcación pasó por todos los cientos de kilómetros del curso de agua dejando un rastro de suciedad: un líquido espeso, oscuro y de olor muy fuerte. Ese líquido enturbió el río y mató a todos los que estaban en sus cercanías: niños, ancianos, mujeres, hombres, y mató a todos los peces y animales que vivían en él. El río Uruguay quedó invadido por el veneno y la sangre. Omí Yeyeôô había muerto. Los que sobrevivieron debieron irse. La tierra a su alrededor comenzó a secarse, y lo que antes era río se transformó en lodo.

El río Uruguay es de suma importancia económica, ambiental, geográfica y social para el sur de Latinoamérica. Los ribereños y pobladores de zonas aledañas siempre han hablado de lo importante que es respetar sus aguas, porque es un río que ya mató a muchas personas con su vorágine. Sus aguas son aguas a las que hay que pedir permiso para entrar. Son aguas que tratan de sobrevivir a las aguas residuales sin tratar derramadas en el río, a los agrotóxicos de miles de hectáreas de plantaciones de soja que están cerca de él –tanto del lado argentino como del lado brasileño –, aguas que tratan de sobrevivir a barcazas y barcos ilegales que derraman aceite y combustible y que practican la pesca predatoria e ilegal, aguas que sobreviven al descuido, a la falta de preservación y a la deforestación de sus bosques ribereños. ¿Cuánto tiempo más tendremos río Uruguay si no se produce una modificación del pensamiento sobre la preservación del medio ambiente, sobre los recursos finitos y los cambios climáticos?

El río volvió a la vida, los peces volvieron, las tierras aledañas dejaron de ser un desierto.

Siglos pasaron y aquella región siguió desierta y las aguas del río Uruguay, muertas. Omí Yeyeôô reapareció un día dentro del lodo pero bajo la forma de yaguareté. Sus pelos eran dorados como el oro y contrastaban con aquel barro oscuro que alguna vez había sido agua, había sido ella. Una mañana apareció una familia de cuatro personas, hambrientas y sedientas, una familia que había peregrinado mucho hasta llegar allí. Madre, padre y dos hijas recorrieron aquello que un día había sido un río, con la esperanza de encontrar agua. Exhaustas, las dos niñas comenzaron a llorar. Omí Yeyeôô se acercó a las niñas sin que ellas se dieran cuenta. Cuando los padres vieron al yaguareté andando cerca de sus hijas tomaron ramas de árboles y piedras y comenzaron a arrojarlas contra ella hasta herirla. Lastimada, Omí Yeyeôô arremetió contra los dos adultos y con sus garras cortó el cuello a cada uno. Las niñas se desesperaron y lloraron más y más. El sonido de sus suplicios resultaba ensordecedor para Omí Yeyeôô, que, descreída de sí misma, maldijo su propia impensada actitud. Tomó los cuerpos de los padres y los llevó hasta el lado opuesto, que había sido la otra margen del río, y los enterró. Las lágrimas de las niñas se mezclaron con el lodo y el barro comenzó a transformarse en agua y el agua volvió a ser río. El yaguareté, sintiendo un remordimiento infinito, se metió en la parte más honda del Uruguay, donde había un remolino de agua, y desapareció. El río Uruguay volvió a la vida, volvieron los peces, las tierras aledañas dejaron de ser desierto. Las niñas dejaron de llorar y por fin comenzaron a vivir.

Hoy hay siete plantas hidroeléctricas en el río Uruguay y decenas de proyectos de construcción de otras más, entre ellas la Garabi-Panambi, que hundiría debajo de las aguas parte de la primera Unidad de Conservación creada en el sur de Brasil, el Parque Estadual do Turvo, y también haría desaparecer la catarata longitudinal más grande del mundo, los Saltos del Moconá. Son proyectos que harían desaparecer la fauna, la flora y la tierra, el territorio de muchas comunidades que viven allí.

Después de la tragedia climática que está viviendo Rio Grande do Sul, con el estado entero devastado y colapsado por las lluvias fuera de estación, por las fuertes lluvias debidas al calentamiento global que deja atónito a todo el mundo, resulta evidente que no es un caso aislado: puede ocurrir en cualquier país, en cualquier territorio, y en cualquier momento. Debemos entender que también somos culpables. La culpa es de todos nosotros que todavía reclamamos poco a los políticos, a los legisladores y a las grandes empresas. Debemos tener una consciencia nueva, una consciencia planetaria y ya no individual, y pensar en el futuro que dejaremos a las próximas generaciones. Debemos preguntarnos todos los días: ¿será que la generación que vendrá después de la mía querrá el mundo tal como se lo estoy dejando?

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