Ana Lissardy  La última orilla

 © Aline Motta

La escritora y periodista uruguaya Ana Lissardy reflexiona sobre qué es lo que perdemos cuando perdemos –o aniquilamos, como lo estamos haciendo– el agua.

Nacemos a la vida en lo líquido para ser expulsados de ahí después. Nos dan el aire y no sabemos qué hacer con él. Pasamos nuestros días intentando recuperar el agua del vientre que perdimos y, sin pensar en nuestra búsqueda simbólica, a cada paso la aniquilamos. La dejamos ir por tuberías, piscinas, divertimentos; la contaminamos, contaminamos, contaminamos.

Venimos del agua y, al extinguirla, matamos el vientre materno, a la madre. Huérfanos, salimos a buscarnos en la niebla, sin saber quiénes hemos sido. Perdidos, cada vez más perdidos, borramos más y más nuestro pasado, nuestra memoria corporal de aquello que fuimos.
 
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El problema no es –solo– el agua, es quiénes somos.
 
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Pienso en Fela Kuti, el activista nigeriano por los derechos humanos y creador del Afrobeat. Pienso en su canción “Water Get No Enemy” (1975), en su voz de grito en vuelo liberado. No se puede estar contra la naturaleza, nos dice. El agua no tiene enemigos.
 
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Un pez carpa boquea en un lecho seco que una vez fue parte de la laguna de Bustillos, en México, y que ahora es solo grietas de tierra oscura resquebrajada.
Sus escamas son latidos. Hasta que deja de boquear. Un ojo contra la tierra cuarteada. Por el otro, asoma el infinito.
Junto a él, miles de otros peces derrotados.
 
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Hace cuatrocientos treinta millones de años emergieron del mar artrópodos, miriápodos, anfibios, crustáceos, en la Terrificación del Arcaico. Se adentraron en la tierra con sus patas y tentáculos, miraron ese mundo sepia de aire sin agua y no entendieron. De ahí venimos.
Me pregunto si, al ser expulsados del vientre-agua, reproducimos ese gesto ancestral de salir del mar. Si llevamos en nuestros cuerpos la memoria atávica, pero la olvidamos con la primera inhalación. Y entonces así andamos, perdidos, buscando sin saber qué era lo que perseguíamos.
 
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Río Marañón, Perú.
El vientre materno.
Mujeres kukama miran el agua ennegrecida. Miran esa mancha negra de petróleo. Y saben que ahora vendrán epidemias, peces muertos, hambre.
Huérfanos de agua.
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Por muchos años nadé sin sumergir la cabeza en el agua por miedo –ahora lo sé– a volver a casa. El terror de lo que hemos perdido.

Pienso en Gilgamesh (el primer poema épico que conocemos; 2500 a. C.), que baja a lo más profundo del mar porque solo allí crece la planta que devuelve la juventud.
Pienso en Odiseo, que encuentra en el mar el aprendizaje que lo hace volver a ser Odiseo (y no solo el héroe de la guerra de Troya). Una década en el mar para poder aprenderlo.
Pienso en los ríos Aqueronte y Estigia, que separaban el mundo de los vivos del de los muertos. Y en el barquero mitológico Caronte dirigiendo su barca de un lado al otro de esos ríos que transportaban a las almas perdidas.
Pienso en el río Leteo en la Divina Comedia, donde se lavaban las almas para olvidar sus pecados y poder entrar al paraíso.
El agua siempre como iniciación, como respuesta.

O sea que sí lo entendimos, me digo. Desde lo simbólico y profundo de la literatura sí lo entendimos. Pero no alcanzó. No alcanzó para rozarnos en lo cotidiano y despertarnos. Para recordarnos que el agua es todo lo que perdimos. Para advertirnos.
 
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Una vaca tirada en la tierra reseca, en Santa Fe, Argentina, muerta por la sequía. Del otro lado de un arbusto, su ternero, también muerto. Los dos con las cabezas hacia atrás, como buscando algo que ya no alcanzarán. Las moscas les caminan por los cuellos estirados. Lo último que vieron, que se ve en esa dirección, es una montaña de vacas muertas, cincuenta, sesenta, ya secas, mitad piel, mitad hueso.
 
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No se trata solo de una catástrofe ambiental, sino también simbólica. Perder el agua es perder nuestro origen, nuestra matriz, la memoria corporal de lo atávico. Es olvidar para siempre lo que buscamos. El motivo por el que vinimos.
La memoria que contiene el mar.
Ahogamos la esperanza de bondad que nos quedaba para seguir eligiendo haber nacido. Para seguir eligiendo matar el vientre madre, con actos impasibles, cotidianos. Para seguir eligiendo estar perdidos.
 
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El agua sí tiene enemigos. Y el problema es quiénes somos.

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