Todavía en algunos lugares nos abraza por sorpresa un país que sobrevive a través de la sutileza, de la poesía y las metáforas… aunque cada vez menos y con menor intensidad. En la lucha contra las nefastas amenazas salidas de los libros de historia, Brasil agoniza, pero no morirá.
Es difícil explicar la sensación de pertenencia cuando se vive en la diáspora de un país imaginario. Pero incluso así, el Brasil al que pertenezco llega hasta mí y me alberga dentro de sus fronteras fluctuantes de tal modo que, aunque no reconozca al país que hoy ocupa sus límites geográficos, siento que no podría ser de otro lugar. Ese Brasil al que pertenezco no es geografía, no es lengua, no es nacionalidad. Es un estado de espíritu, una mezcla improbable, una especie de imposible, y cada vez que, de alguna forma, esa utopía se materializa, ese país se torna mucho más real que cualquier nombre escrito en un pasaporte.Encuentro ese país en muchos lugares del mundo: cuando veo de lejos cierto modo de caminar o mirar –que sólo puede venir de Brasil– veo a mí país. Y ese modo no tiene rostro, porque ese Brasil al que pertenezco dio al movimiento de los cuerpos una identidad que no es étnica, pero, al mismo tiempo, es inconfundible y muy particular. También encuentro mi país cuando personas completamente diferentes, muchas de ellas desconocidas, desbordan juntas –en un encuentro espontáneo de música– una alegría solemne y casi mística.
Fragmentos de noche y sonrisas que salvan
Los ritmos africanos más diversos se transformaron, su fundieron con otras melodías igualmente sofisticadas y, junto con la poesía de una lengua latina que –en 519 años–casi nunca el pueblo ha podido usar con libertad, crearon un manantial infinito de belleza. Esa lengua que sobrevive a través de la sutileza, la poesía y las metáforas es otra lengua, y es a través de ella, cantando, que se explica mi país.La identidad de ese Brasil al que pertenezco se revela en los cantos, en los colores, en fragmentos de noche, en besos, en ruedas de capoeira, en el baile, en los cuerpos libres, en sonrisas que salvan y en cierto brillo que reconocemos en los ojos. Ese país mío, que hoy se esconde, todavía me alcanza y me abraza por sorpresa en algunos lugares, aunque eso pase cada vez menos.
Los que tienen miedo del otro
Quizás yo no esté en condiciones de describir lo que hoy se ve dentro de las fronteras geográficas del Brasil formal, institucional, oficial. No conocía ese país y no reconozco en él mi identidad. Ese país no puede ver la fuerza de la diversidad, ahoga la inteligencia, abomina del amor, reprime la alegría y destruye el futuro, quema, miente, manipula y mata. Es como si los personajes más nefastos de los libros de historia acecharan el presente –encarnados en personas que nunca leyeron libros de historia– con la astucia y el odio de quien pasó siglos maquinando venganzas preso en las páginas de libros olvidados. Son señores de ingenio del siglo XVII, nostálgicos del látigo; son industriales del siglo XIX, nostálgicos de la sumisión sin salida de los empleados; son personas mezquinas de cualquier siglo, nostálgicas de la miseria que los hace sentirse superiores; son personas reacias al conocimiento, nostálgicas de una ignorancia colectiva que supere la suya, o son conscientes de los peligros del pensamiento crítico. Son personas que tienen miedo del otro.Ahora bien, personas así pueblan los libros de historia de casi todos los países, y esos países sobrevivieron. Si la única manera de devolver esos personajes a los libros de historia es abrirlos, que también salgan de ellos personajes capaces de ayudar a materializar el Brasil que ese país debe ser. Que se abran también los discos, los cuadros, los cordéis, los terreiros, las partituras. Que Machado de Assis enfrente con la perfección de su escritura a los señores de esclavos; que Jorge Amado describa en libros la Bahía que Dorival Caymmi describe en su música; que Villa-Lobos nos deje sin habla con las mezcla de los sonidos de salones y bosques; que João Gilberto invente de nuevo la guitarra y el canto; que Tom Jobim explique en notas disonantes aquel modo de andar; que los tambores hinchen de amor nuestro corazón junto con cavaquinhos y pianos; que el agricultor de manos callosas se vuelva rey en el congado: que los dioses africanos transmutados en santos católicos por el sincretismo expulsen demonios travestidos de Cristos extraños; que la inteligencia torrencial se encuentre más con la ciencia, y que lo que siempre estuvo en el límite de ser, por fin sea.
En nombre de la resistencia
Un país que dio a Pixinguinha, Vinicius de Moraes, Chico Buarque, Edu Lobo, Carlos Drummond de Andrade, Paulo César Pinheiro, Clara Nunes, Paulinho da Viola, Guimarães Rosa, Cartola, Dona Ivone Lara, Nise da Silveira, Mãe Menininha do Gantois, Paulo Freire, Aldir Blanc, João Bosco, Milton Nascimento, Rachel de Queiroz, Lygia Fagundes Telles, Gilberto Gil, Caetano Veloso, Tom zé, y tantos genios conocidos y anónimos y tanta alegría y tanta belleza, no se va a rendir a señores de ingenio sin nombre.Que los brasileños de otras tierras –como Pierre Verger, Caribé, Clarice Lispector, Carmen Miranda, y tantos otros– se multipliquen; que nuestros pueblos indígenas se impongan con toda la fuerza; que nuestros bosques, ríos y playas perpetúen su belleza y que el Brasil etéreo y casi imaginario ocupe por fin las fronteras geográficas de la República Federativa del Brasil. Cuando eso pase, no será tan difícil explicar esa identidad. Y ella va a esparcir alegría, tolerancia y belleza por los rincones del mundo.
octubre 2019