Músicos latinoamericanos descubren y reinterpretan ritmos tradicionales de sus países. Así surgen experimentos apasionantes y fenómenos comerciales internacionales, que renuevan la música del continente y reconfiguran su identidad cultural.
Cuando Colombia supo de la muerte de Celso Piña, el pasado 21 de agosto 2019 en su natal Monterrey, México, a la tristeza natural de sus fanáticos se sumó un abatimiento general que difícilmente se ha sentido en el país tras la partida de algún artista extranjero. Piña, conocido como “El Rebelde del Acordeón”, fue una figura fundamental en el desarrollo de géneros colombianos como la cumbia y el vallenato en territorio mexicano, y llegó a tener más popularidad internacional como ejecutante de esos ritmos que algunos de los creadores colombianos. Sin haber pisado Colombia, en 1982 Piña ya había bautizado a su grupo Ronda Bogotá.¿Cómo no sentirse identificados? En Piña, los colombianos tuvieron una especie de embajador popular y sonoro. Es parte de lo que se deja entrever hoy en la obra de otros mexicanos ilustres como Porter, Pascual Reyes y Juan Cirerol. Ellos son ejemplos elocuentes del alcance que puede tener la música tradicional como elemento identitario de las naciones latinoamericanas.
El antropólogo Peter Wade, autor de Music, Race and Nation: Música tropical in Colombia (2000), sitúa el final del siglo XIX como el momento en que la música pasó a formar parte de los discursos sobre la identidad nacional de este país. En toda Latinoamérica, desde el Estado mismo, algunos ritmos se establecieron como reflejo de lo que somos o deberíamos ser, mientras en tanto que otros ritmos –que hoy son parte del ADN continental– fueron desdeñados. Sin ir más lejos, mientras que en Colombia se consolidaba en ese momento una identidad alrededor del ritmo del bambuco (“nada más nacional, nada más patriótico que esta melodía que tiene por autores a todos los colombianos”, decía el periodista y político José María Samper), en Argentina, por ejemplo, el hoy imbatible tango era objeto de injurias (“Aceptarlo como nuestro, porque así lo rotularon en París, fuera caer en el servilismo más despreciable”, decía el poeta Leopoldo Lugones).
Países como Cuba, Brasil o México mantuvieron y mantienen una línea cerradamente nacionalista en su aproximación a la música popular desde tiempos inveterados. En cambio, artistas de otros países empezaron a reconocerse como depositarios de prácticas exclusivas en ritmos, armonía e interpretación solo varias décadas después, en coincidencia con el apogeo de la llamada “World Music” desde la década de 1960.
Es posible que muchos colombianos de mi generación hayan escuchado a sus padres decir: “Nuestra música se acabó”. ¡Cuánto ha cambiado eso en los últimos veinte años!
Astor Piazzolla, Libertango (1977)
Un día, de repente, la música tradicional, de raíz, pasó a ser de nuevo alternativa de expresión. En Argentina sucedió con el tango, después de años de ostracismo, justo después de la muerte de su mayor renovador, Astor Piazzolla, en 1992. Lo primero que llegó fue un reconocimiento de la obra de este músico de Mar del Plata mediante imitaciones que saturaron pero que, a su vez, permitieron a muchos músicos reconocerse en el pasado olvidado. Primeros representantes de este “tango revival” fueron las orquestas El Arranque, Sans Souci y Color Tango. Cerrando la década de 1990, ya no era raro encontrarse a exponentes como la Orquesta Típica Fernández Fierro, con sus bandoneonistas luciendo en escena camisetas de sus equipos de fútbol favoritos y bamboleando sus rastas al ritmo del 2x4. A esta tendencia se unió una nueva oleada de representantes en el campo folclórico del interior y el litoral, en la que tuvo incidencia la música electrónica y el jazz, y en la que hoy sobresalen Tonolec, Nación Ekeko, Aca Seca Trío y Sofía Viola.
En el sur del continente han tenido peso también las readaptaciones de la cumbia colombiana, con ejemplos como La Delio Valdés, de Argentina, o la banda chilena Chico Trujillo. También de Chile han sobresalido propuestas que combinan los elementos tradicionales de ritmos como la cueca y el choique purrún con el jazz, como el trío del bajista Ernesto Holman, y con el pop, como el cantante Gepe y su reciente aproximación a la música de la folclorista Margot Loyola.
Chico Trujillo, Cumbia chilombiana (2007)
La incidencia de la World Music en la revaloración de los sonidos tradicionales del Perú es innegable. Fenómenos musicales como el de las cantantes Susana Baca y Eva Ayllón, herederas directas de Chabuca Granda, despegaron mundialmente gracias al impulso mediático del sello disquero especializado Luaka Bop, de propiedad de David Byrne, el ex líder de la banda inglesa Talking Heads. Y a consecuencia de ese otro fenómeno de avanzada llamado World Beat, la música local se convirtió en producto de consumo en raves y discotecas, con éxitos en Argentina como los de Malevo Sound System, Bajo Fondo Tango Club y Tango Crash (con influencia en Gotan Project, en París); en Perú aparecieron nombres como los de Novalima, Dengue Dengue Dengue y el inefable Miki González. A ello se le suma la nueva oleada cumbiera, con representantes como Bareto y un puñado de bandas tradicionales como Los Mirlos, Los Ecos o Juaneco y su Combo.
En Colombia, el fenómeno no fue menor. Desde la aparición de La tierra del olvido (1995), álbum del cantante Carlos Vives que dotó al tradicional vallenato de un nuevo espíritu avant garde, muchos otros músicos se dedicaron a redescubrir esas sonoridades, incluidos los propios músicos del grupo de Vives, que cuando no lo acompañaban interpretaban su propio repertorio original de canciones bajo el nombre de Bloque, llegando a grabar también para el sello Luaka Bop, un par de años después de que Totó La Momposina, cantadora tradicional del margen occidental del río Magdalena, tocara el cielo de la música del mundo con La candela viva (1993), álbum para el sello Real World, fundado por otro ícono del rock rendido ante los sonidos étnicos: Peter Gabriel. Durante todo este tiempo, con una salud envidiable, Colombia ha vivido un apogeo de la reconstrucción sonora de ritmos tradicionales, con ejemplos que ya famosos, como ChocQuibTown, Bomba Estéreo y Systema Solar, y muchísimos más, activos desde el campo de lo independiente como Curupira, Mojarra Eléctrica, Malalma, Velandia y la Tigra, Frente Cumbiero, Los Pirañas, Meridian Brothers y la Pacifican Power.
ChocQuibTown + Becky G, Que me baile (2019)
Cada uno de los países latinoamericanos ha dotado a sus nuevas músicas del sabor de la tradición, desde la más profunda hasta la más novedosa. Ejemplo de lo primero podría darlo Ecuador, donde músicos como Mateo Kingman y Nicola Cruz han aprovechado la influencia de ritmos amazónicos. Del segundo fenómeno pueden dar fe grupos venezolanos como C-4 Trío, Ensamble Gurrufío, Los Sinvergüenzas y Recoveco, del virtuoso violinista Alexis Cárdenas. Ellos provienen ya de la evolución de sonidos tradicionales llaneros, animada por visionarios venezolanos como Aldemaro Romero, creador de la corriente Onda Nueva, que aún hoy sigue sonando moderna.
Rita Indiana, El castigador (2017)
Y en lo que concierne a las Antillas, también aquí, tras los elementos tradicionales del tambor de cuero y el güiro, se han mezclado las posibilidades rítmicas del hip hop, la música electrónica y el funk. Esto se observa en el trabajo de Rita Indiana y Carolina Camacho en República Dominicana, Ifé en Puerto Rico y Telmary, X-Alfonso y Cimafunk en Cuba.
Nunca antes lo tradicional había sido, como hoy, materia de exportación latinoamericana. Después de ser países receptores de música foránea –no siempre la mejor, dicho sea de paso–, ya era hora de que Latinoamérica proyectara su música, y con ella un elemento central de su cultura, a todo el mundo.
octubre 2019