Werner Herzog en Buenos Aires. Página 12. 1997.
| Foto: Página 12
1976-1977. Plena dictadura militar. Con unos amigos, teníamos un cine-club que funcionaba en La Manzana de las Luces, a un par de cuadras de la Plaza de Mayo, nada menos. Conseguíamos de distintas fuentes copias en 16mm que proyectábamos torpemente nosotros mismos, pero nuestro principal dealer era el Goethe-Institut. Fassbinder todavía estaba vivo y siempre nos llegaba alguna nueva película suya, que nos deslumbraba más que la anterior. No podíamos creer que ese cine, tan revulsivo, fuera posible. O el desconcierto y la felicidad que nos proporcionó descubrir La muerte de María Malibrán, de un tal Werner Schroeter, que nos llevó a escribir unos textos delirantes en el programa de mano mimeografiado. En esos tiempos de oscuridad, el Goethe era un faro, una casa amiga, un cómplice. En tiempos de inmovilidad, traía la danza revolucionaria de Pina Bausch y Susanne Linke. En tiempos de silencio, hacía explotar su propio auditorio con el free jazz de Albert Mangelsdorff y Joachim Kühn…
Más o menos para esa misma época, empecé a programar en la Lugones y el Goethe siguió siendo, siempre, el mejor aliado. Se sucedían los ciclos dedicados a Wenders, a Herzog, a Syberberg (los dos últimos estuvieron en la sala presentando sus retrospectivas), mientras íbamos repasando también lo mejor del cine mudo alemán: Lang, Lubitsch, Murnau... Nunca dejamos de trabajar juntos: el año pasado, con la Lugones exiliada de la Lugones, estuvieron Angela Schanelec y Juliane Henrich, presentando sus películas. Es evidente. Sin el Goethe, la Lugones no hubiera sido la misma. Y ahora venimos a descubrir que nacieron el mismo año. Tenemos mucho para celebrar. Y desde la Lugones, mucho para agradecerle al Goethe.