Creo que la primera vez que entré al Instituto Goethe de Buenos Aires fue alrededor de 1973. Arshes Anasal, un amigo que de cinéfilo iba a pasar a integrar brevemente el mundo del cine, me arrastró a ver Las amargas lágrimas de Petra von Kant, de Rainer Werner Fassbinder. El impacto fue inmediato. ¿Qué era eso que se veía en la pantalla? ¿Qué manera de contar era ésa? ¿Y de qué planeta venían Hanna Schygulla, Eva Mattes, Margit Carstensen, Irm Hermann, Katrin Schaake y Gisela Fackeldey? Al día siguiente volvimos. Esta vez para ver La muerte de María Malibrán, de Werner Schroeter, con Candy Darling, artista transgénero que había trabajado con Andy Warhol. Y después vinieron El enigma de Kaspar Hauser, de Werner Herzog, Jornadas de caza en Baviera, de Peter Fleischman, Katzelmacher, también de Fassbinder, Aguirre, la ira de Dios, también de Herzog, y un rosario de películas de Wim Wenders: la maravillosa Alicia en las ciudades –que me permitió descubrir al gran Rüdiger Vogler–, Movimiento falso, El amigo americano, Hammett, El estado de las cosas... Yo tenía dieciocho años y el Goethe me descubría que las cosas se podían contar de otra manera.
Ya no recuerdo si fueron diez días, dos semanas, ni si ese ciclo del nuevo cine alemán ocurrió cuando dije que ocurrió o en otro momento. Pero sí recuerdo que “ir al Goethe” empezó a ser una costumbre. Y a veces una cosa llevaba a la otra, como cuando pasaron Effi Briest, de Fassbinder, y eso me llevó a querer leer la novela de Theodor Fontane sobre la que se había hecho la película, lectura que, a su vez, me puso en las puertas de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, acaso una de las mejores experiencias estéticas que tuve en mi vida.
Hubo luego otros momentos de ir al Goethe. Ir a escuchar, por ejemplo, una conferencia, presenciar una obra semimontada y, más acá en el tiempo, haber recurrido a la ayuda de la extraordinaria Carla Imbrogno para que me ayudara a alojar en el Instituto una conferencia de estudios irlandeses que se había quedado sin sede. Ignoro la excusa que Carla le presentó a sus superiores, pero sin duda fue buena porque, a lo largo de tres días de charlas y conferencias, la gente del Goethe nos hizo sentir en nuestra casa.
¿Qué decir entonces cuando, mucho más cerca todavía y nuevamente Carla mediante, el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, que dirijo, se instaló en las Biblioteca del Instituto. Esto ocurrió en 2016 y, debo decir, que nunca hubo tanto público ni las cosas fueron más fáciles y cordiales.
Pasaron casi cuarenta y tres años desde la primera vez que entré al Goethe para ver ese ciclo de cine. Desde entonces hasta acá, el Goethe ha contribuido a que nuestro mundo sea más grande. Y como es parte de Buenos Aires espero que haya muchas otras personas que lo disfruten tan intensamente como me tocó hacerlo a mí.