En 2004 viajé a Berlín con la beca para multiplicadores culturales. Estuve dos meses viviendo en Kreuzberg con una señora jubilada (de un humor no tan cordial) y asistí diariamente a un curso intensivo de alemán en el Goethe-Institut en el barrio de Mitte. Yo ya conocía Berlín: había estado viviendo varios meses en esa ciudad durante 2002 con fondos propios y obviamente no me podía costear un curso de alemán. Volver a la ciudad para dedicarme a perfeccionar mis conocimientos de esta lengua que hasta entonces estaban en un estadio intermedio cambió mi vida. Durante ese viaje, decidí dedicarme a la traducción. Y no fue solo el sentir seguridad con respecto al alemán lo que me empujó a eso, sino sobre todo la fascinación que sentí por el espíritu cultural de Berlín. Las lecturas de poesía a las que fui, que eran en sótanos o en lugares inesperados y en las que se ponía en juego además del texto algo performático y lúdico, me dieron ganas de traducir a esos poetas. Y así empecé, torpemente, a hacer mis primeras traducciones. Me contacté con algunos poetas jóvenes alemanes a los que tenía acceso y entablé un diálogo con ellos que me hizo vivir la traducción como una parte más de la exploración o la fascinación que termina siempre en el afecto, un eslabón de unión entre autores.