La vitalidad cultural del Goethe-Institut Córdoba durante la transición democrática de los años 80 -en los que asistí durante muchas tardes a los cursos de alemán, idioma al que pude asomarme con placer y desaprendí después- fue parte de una marca festiva y afectiva que envolvió a la ciudad recuperada de su noche más oscura, y que la ciudad no olvida. Durante la dictadura había sido -dicen quienes acudían allí para buscar palabras libres, en el idioma que fuere, que no podían ser pronunciadas casi en ninguna otra parte- un importante espacio de encuentro para los seres diezmados de la utopía, arrojados a la intemperie cultural y política de ese tiempo aciago. Pero en los años 80, como un fulgor, se liberó un deseo de otros, un anhelo de comunidad y una discusión sobre todas las cosas que encontró en el Goethe una apertura para cobijar nuevas experiencias y receptar las rarezas culturales de los inquietos, los conjurados de otro mundo y los no conformes. Una lengua, una biblioteca, la puesta en circulación de la filosofía, el teatro, la literatura, las ciencias, la música y el cine forjaron la trama de una intervención urbana persistente e intensa que hizo de Córdoba un lugar más hospitalario para los curiosos, los buscadores de perlas y los que querían aprender a leer el gran libro del mundo. La memoria urbana de Córdoba atesora con nostalgia una vieja casona de la calle Chacabuco al 400, demolida hace ya mucho tiempo, de la que ningún arqueólogo cultural del futuro podrá prescindir.