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GONZALO LEMA
“Que te vaya como mereces”

 
(Fragmento inicial de “Que te vaya como mereces”, novela policial, de Gonzalo Lema)

“¿Y por qué no vendemos este país tan feo y compramos uno bonito junto al mar?” Negro sonso. Negro ignorante. Las cosas que decía como si nada. ¿Ya le tenía tanta confianza para hablarle así? ¿A su jefe? Santiago Blanco se sonrió nostálgico, porque de inmediato lo recordó hablando mal de los indios: “Mírelos, jefe. No son humanos, sino animalitos”. Eso decía. Con su índice los apuntaba acusadoramente. (“¡Bajá esa mano, che!”) Él todavía conservaba alguna imagen de la carrocería de aquel viejo camión pese a los tantísimos años transcurridos. Todos montados sobre las duras y puntiagudas cargas de papa y otros tubérculos. Los quechuas y los aymaras envueltos en sus mantas. Inescrutables. Sin oponer resistencia al zarandeo y polvo inclemente del camino pedregoso trepando la áspera montaña. Y sin mirar a nadie. Sin quejarse. Sin reír. Sin hablar entre ellos, tampoco. ¿Y él, qué esperaba? ¿Que hicieran reverencias al usurpador? ¿Al colonialista? Al diablo. Vaya, carajo. Negro pelotudo. Además, ellos mismos apenas eran unos cholos. Y, para colmo, policías cholos. Ninguna gran cosa. “Mejor te callas, Negro. Y mejor si piensas en algo bueno”.  

¿Y de cómo diablos se acordó del Negro? Santiago Blanco movió los pies en el piso, como los tordos, y se acodó mejor en la baranda del puente para observar en detalle, con calma y con placer, el gruesísimo turbión del río Rocha querido. Una lluvia bíblica había caído al amanecer cubriendo la ciudad, las bellísimas colinas de San Pedro y de San Sebastián y las lejanas montañas que en días sin lluvia se mostraban azules. La lluvia llegó del sur, metiendo bulla como una banda de guerra en tiempos de golpes de Estado. Y Blanco se sobresaltó al colmo en su catre de una plaza. Primero pensó eso: los militares volvían al poder, pero luego creyó que vibraba la Tierra y rápidamente decidió estarse de pie bajo la viga de la puerta. De pronto se ensordeció con el golpe del agua contra la calamina de su pequeño cuarto y recién comprendió que por fin llovía sobre la ciudad. Se avergonzó de tanto temor. Se cubrió el cuerpo gordo con una chaqueta impermeable, se montó en sus abarcas de indio y trepó las gradas sin flojera, aunque bufando, hasta la misma azotea en el octavo piso. La lluvia lo era maravillosamente todo.

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