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RODRIGO URQUIOLA FLORES
Lluvia de piedras

Se sentó sobre la cama y no supo qué hacer a continuación: si tomar el arma y acabar con todo esto procurándose paz o seguir esperando por el retorno de Marianela para proseguir con el trabajo. Pocas veces sucede lo que uno anhela que suceda. Nadie tiene tanto poder.

Estaba agachado cuando sintió que una mano se colocaba sobre su nuca. Alzó la vista esperanzado, deseaba que fuera ella. Sin embargo, se equivocaba: era la realización de ese otro Esteban.

–Tú no eres Marianela –dijo Esteban decepcionado al ver su propio rostro observándolo con atención. 

–Tú tampoco eres Esteban –contestó el otro Esteban, que tenía cuerpo de vidrio, tal como un espejo. 

–Yo sí soy Esteban. Estoy aquí, mira mis manos, mira mi cuerpo, mira mis piernas: se mueven. 

–Yo soy Esteban. Tú eres la encarnación del error de Esteban. Yo acabo de salir del espejo, que es adonde tú debes irte. Mira mis manos, mira mi cuerpo, mira mis piernas: también se mueven.

–¿Qué haces aquí? 

–Ya lo dije: vine a tomar tu lugar. Ya no te corresponde estar aquí. Debes irte, tu tiempo terminó. 

–Quiero saber una cosa antes de marcharme –dijo Esteban, con resignación –¿por qué condujiste mis pasos hacia la iglesia? 

–Yo no lo hice. Créeme, lo hiciste involuntariamente, yo no he salido nunca más allá del espejo que tú mismo creaste, mi matriz. Acabo de nacer, aquí, frente a tus propios ojos. ¿Cómo podría haber sido capaz de conducirte a ningún lugar? 

–Pienso y pienso y no logro entender cómo llegué allí, es un momento que mi memoria tal vez ha preferido eliminar. 

–¿Tu memoria dices? –y sonrió –nuestra memoria –recalcó –es autónoma, tiene vida propia. ¿Estás seguro de que eres capaz, por ejemplo, de recordar todos los cuadros mentales que has creado?

–Estoy seguro. 

–Ingenuo, puede ser que estés equivocado. Nunca es malo dudar, estás siendo demasiado ingenuo. Vamos, entra ya al espejo: vine para tomar tu sitio aquí, en este mundo hecho de imaginación.

–Déjame un momento más aquí, por favor. Necesito despedirme de este lugar. Amo esta casa, es una parte de mí a la que jamás podré renunciar. No lo hice ni siquiera al abandonarla. Por favor. 

Se aproximó a la ventana y vio el jardín con ese césped imposible que lo cubría de una manera bella. Sintió el abrazo de ese otro Esteban sobre sus hombros y, como no lo esperaba, se sintió reconfortado. 

–Hubiera querido ser capaz de concluir con la reconstrucción, pero fracasé. 

–Yo la terminaré. 

–No lo dudo, por eso me marcho tranquilo. Así es, me voy, he decidido no oponer resistencia. Cuida lo que te dejo, casi nada.

El otro Esteban estuvo a punto de decir que existía la posibilidad de que ese césped que tanto lo enorgullecía no fuera real, sino simple y poderosa imaginación, pero no dijo nada, no quería perturbar a Esteban antes de su partida. 

–Solo quise reconstruir lo que yo mismo destruí –estaba diciendo Esteban –retroceder, como Marianela, en el tiempo de alguna forma, la única en la que pude pensar. Solo eso. No lo logré.

–Lo sé. Lo sé todo. No te preocupes, ninguna voluntad puede reparar un error cometido. Uno tiene que entender que las cosas imposibles sí existen.

Esteban asintió y se puso frente al espejo. Vio su reflejo y cerró los ojos, sintió ya no estar aquí, sintió desaparecer, no ser él mismo esta vez; sintió estar viajando alrededor del planeta en menos de un minuto, sintió regresar de golpe. Se cayó al piso. La caída no le dolió. Escuchaba el sonido del llanto de bebé tan lejano que le parecía que solo lo escuchaba en el recuerdo.

El espejo se tambaleaba y finalmente cayó el piso quebrándose en mil pedazos de vidrio imaginario. El suelo absorbió estos trozos de imaginación con su propio frío. Se sentía confundido, no sabía cuál de los dos Esteban había prevalecido, no sabía cuál era el que quedaba ahora aquí. Ya no sentía ganas ni de llorar ni de morir. Su tristeza se había diluido. Ya no le dolía la intrincada ausencia de Marianela ni el recuerdo de la imagen de su propio aspecto. Se sentía un hombre nuevo y no sabía cómo había sucedido.

Tuvo la certeza de que algo trascendental había acontecido cuando, sin pensarlo demasiado, tomó la pistola de la cama, le sacó las balas y, con mucha lentitud, la guardó de nuevo en la maleta. No quiero morir, se decía, no quiero morir. Se echó en la cama y se quedó dormido.
 

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