CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT
“MUERTE CIUDAD VIVA “
De la novela MUERTA CIUDAD VIVA, Cochabamba, 2013; Zaragoza, 2016
Mareo del mercado
Se acomodó en el vano de una puerta, al frente del Mercado Calatayud, en la esquina de Uruguay y Lanza. Había sido terrible noche, borrascosa, bebiendo la más infame chicha que vaya uno a saber cómo sube los pasadizos del cerro San Miguel. Seguía mareado. Había vomitado al descender y ya en el llano. En la intersección de Antezana y Guillermo Urquidi, siendo todavía varios, asaltaron a un borracho que reptaba por la acera oeste. Le quitaron todo. Un policía se quedó con los zapatos. Se los midió primero, no fuera que le quedasen grandes. Él se desinteresó y sin embargo obtuvo el cinturón. Lo tenía entre sus manos. Cuero barato, de a diez pesos. Lo arrojó al lado de un montón de verduras descompuestas: pila de cincuenta centímetros de alto y tres metros de diámetro. Pocas aves picoteaban los desechos devorando gusanos. Perros, muchos, de toda laya y color, rebuscando alimento. Perros vegetarianos -sonrió-, sabiendo que de un momento a otro se podrían convertir en sanguinarios caníbales, o atacar hombres desprevenidos. Paseaban la ciudad en jaurías y más de una vez oyó historias de bebés comidos por ellos, cuando sus madres se subían la pollera y con jabón y piedra plana se ponían a lavar ropa en las infectas aguas del río. Ja, pensó, dos líneas de agua mugrienta entre arbustos y esmirriados sauces…
Ladridos y gruñidos le impedían dormir. Casi amanecía. Extrañó su cama, las delicias del desayuno materno. Siempre se cuestionaba el por qué de esa búsqueda irrisoria ¿de qué? en barrios que no eran suyos, entre gente que jamás contempló durante la infancia, a no ser que formaran parte de la servidumbre de casa. Abrió los ojos porque escuchó una banda. Un grupo de micos uniformados pasaba subiendo hacia la Lanza. Tocaban When Johnny Comes Marching Home. Imposible. Se frotó los párpados, blancas y espesas legañas quedaron entre sus dedos. Las convirtió en bolitas, como solía hacer con los mocos, y las tiró. Era cierto, un grupo de marimonos negros y grandes, ataviados como un batallón del novecientos, con trombones y relucientes tubas, atravesaba el lugar tocando un aire de la Guerra de Secesión. Les contempló las espaldas, peludas en el lugar no cubierto por traje, dirigiendo sus pasos hacia las vendedoras de empanadas picantes y de queso, media cuadra arriba, casi Ladislao Cabrera. Pero, se dijo, es demasiado temprano para que vendan empanadas. Se durmió, o se sumió en un sueño interrumpido por el estridente freno de camiones. El pavimento brillaba de mugre, por humedad natural y por orines que las orquestas de ebrios conjuraban por las calles, sobre todo en las esquinas. Reacción natural, pensó, el querer mear en un cruce.
Miró a la derecha. La Lanza estaba vacía; ni rastro del conjunto de animales musicantes. Las empanaderías estaban cerradas. La boca le olía mal; le sabía peor. Dicen que aceleran el proceso de la chicha arrojando en ella excremento humano, o canino, o el que puedan recoger afuera después de la noche. Había leído en un artículo antropológico sobre Guatemala que los mayas, alguno de tantos grupos mayas, lo hacían: poner caca en medias cerradas y dejarlo en el pox en maceración. Y si los mayas lo practicaban por qué no aquí, con esta gente que es más viva incluso que los coreanos. Se pasó la lengua seca por los labios, agria. Ni una moneda en los bolsillos. Nada de agua.
Ahora sí, estaba convencido de que los camiones no eran alucinación, como tal vez lo fuesen los micos. Mestizos descalzos, de musculosos brazos, abrían las compuertas y comenzaban a arrojar al piso entrañas de animal, cientos de estómagos, tripas, hígados, riñones, para regocijo de los canes que se abalanzaban a atrapar algo. Exceso de muerte, calor y hediondera. Supuso que venían del matadero municipal, pero no veía la intención. Aunque era sábado, pronto actividad humana llenaría el lugar, casi céntrico. Para las diez aquello estaría atiborrado de gente. Observó que de entre las casetas del mercado comenzaban a salir mujeres de mandiles ensangrentados. Carniceras, cocineras, fiambreras se amontonaron. Cuando los camiones partieron el sitio parecía el infierno. Las vísceras respiraban, hacían ruidos de aire, como vaginas que se acomodan al grosor de rugosas vergas. Casi hablaban. Las mujeres tenían contratados cargadores con herrumbradas carretillas de metal, a las que les habían añadido calaminas para ampliar el espacio y cargar mayor volumen. A mano, o con palas y ganchos, iban moviendo los restos hacia los transportes. Luego, con un peso gigantesco -se evidenciaba en las pantorrillas desnudas e infladas de los indios- las carretillas se adentraban en el mercado. Ni caso hacían de los perros. El precio que el matadero cobraba por deshacerse de esto sería nimio.
Ya para entonces estaba bien despierto. Nunca había visto algo así. Las tripas despedían calor. De día, cuando a veces acompañaba a su madre de compras, uno tropezaba con olores rancios, o efluvios de las alcantarillas donde se pudrían carne y legumbres, pero por lo general era un sitio agradable, con floristas que ofrecían rosas y flores exóticas del trópico. Le gustaba husmear entre las vendedoras de especias. Formidable variedad de colores. Y el delicioso aroma del comino molido, orégano, la fuerte nuez moscada. Pero esto era inenarrable, casi pesadilla. Campo de concentración a la intemperie.
Media hora duraría el drama. No tenía reloj. La última vez, borracho, no muy lejos de allí, tomó un taxi con las monedas que ocultara de sus amigos. Despertó con los empellones del cholo diciéndole que habían llegado. Pagó. Frente al espejo de azulejos verde claros, escuchando la calma de la familia dormida se dio cuenta que no llevaba reloj. Hijo de puta, me robó cuando dormía. Era Cochabamba, la guerra del fin del mundo bajo un sol envidiable, un clima paradisíaco, árboles y acequias. Media hora y no quedó tripa suelta. Habían barrido con todo. El mercado despertaba. Esos vientres de vaca y demás partes, revolcados en el piso con orín y mierda que la noche dejaba en las rutas de la ciudad, hervían en cacerolas, sopas, se convertían en chorizos para alimentar la pantagruélica hambre de un pueblo mestizo, acostumbrado a comer y cagar, y a nada más, como decía su padre.