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MAGELA BAUDOIN
“Moebia” forma parte de la colección de cuentos La composición de la sal

(“Moebia” forma parte de la colección de cuentos La composición de la sal.)


Te abrieron las puertas de Moebia. Así es la omnipotencia del miedo. Fuiste persistente y, en efecto, casi lo logras. ¡Casi! Creíste que podrías doblegar el curso de los acontecimientos pues en ese empeño eras notable. Pero no. De todas formas, hay que reconocerte una cosa: cualquiera pudo denunciarlo, pero solo tú estuviste dispuesta a escribirlo. Las largas colas de los días de visita no eran de familiares, sino de peregrinos que venían de todo el mundo a esta meca de la falopa. Eso sí era una primicia.

Mentiste sobre tus intenciones para entrar. Dilo sin eufemismos: engañaste. Pero, cuándo te importaron realmente los procedimientos. Una tarde, decidiste dar con el Pata y así dinamitar la mitología de su historia. Lo anunciaste con petulancia frente a la sala de redacción: “Si quitas de los héroes toda la parafernalia simbólica, te quedas con la carne”. Estaba en tus planes conocerlo, pero Rafael te lo impidió. El taconeo de tus botas lo había despertado de la siesta, pero fingió que dormía, cruzado en una hamaca que obstruía el paso. Podría haber apostado que lo contemplabas, que recorrías las molduras de su abdomen o el circuito de su bragueta desabrochada expresamente, pero lo cierto es que cuando abrió los ojos para sorprenderte, mirabas hacia el fondo.

—He venido a hablar con él —le dijiste, segura de que sabría quién eras.

—¿Por qué no hablas conmigo? —te contestó sonriendo—. Puedo contarte lo que quieras.

—No me interesa —le respondiste.

Te latían el corazón y el cerebro. Nunca antes habías conocido a un hombre de aquella envergadura, que por otra parte quisiera hablarte. Las feas saben que los hombres no se fijan en ellas, menos aún los hombres como él, porque el mundo está hecho para adular la perfección de las proporciones, la forma antes que el fondo, el brillo sobre la oquedad. Lo habías estudiado hasta la erudición. Desde que el mundo era mundo, de Aristóteles a Nietzsche, la belleza era el territorio de la contemplación y la bondad; y la fealdad, mucho peor que el sin lugar o la desviación, era el espacio de la repulsión y la violencia. Ojalá hubiera sido simplemente lo contrario de lo hermoso, un contrapunto simétrico de la mera apreciación. Era peor que eso, implicaba la más humana, por tanto, la más perversa reacción de repugnancia, de asco o de terror. Por eso te parecía que Frankenstein era la parábola más sincera de la humanidad: el monstruo huyendo hasta la muerte. La belleza conmovía, volvía estúpida a la gente, pero nunca lo habías experimentado hasta el frenesí y la parálisis. Si existía el amor a primera vista, debía ser una droga como esta, venenosa. No querías volver a verlo porque sentías en las venas una dependencia de la que eras incapaz de liberarte. Por eso volvías cada día. Aunque entonces fingías que lo ignorabas o te burlabas. Eras cruel. A Rafael le gustaba tu humor negro y la extraña circunstancia por la que eras inmune a él. Esperaba tu llegada para cercarte en los pasillos y en la vida, enviándote regalos que fabricaba con sus manos, llamándote por teléfono.

Te fuiste quedando, Magdalena, ya no por trabajo sino de visita, primero por un café fugaz, luego por una tarde y después por una noche entera. Pero no era solo Rafael, sino lo que allí sentías. En la cárcel estabas aprendiendo otro sentido de la belleza, del que habías leído, pero invariablemente te habías burlado. Aquel sentido inveterado, inmaterial, inocente, que genera la necesidad de reincidir, porque produce goce y, por qué no, paz. Imaginabas la cárcel como una representación artística del mundo, es decir, lo feo imitado con maestría, lo cual termina siendo una reverberación bella. Así como bella era tu estadía, pues te sentías desatada, acogida, y no en el sentido de la admiración sentenciosa, no como si fueras una perla en el lodazal, sino porque eras parte del conjunto. Te reías para ti, pues podías sentir el dislocamiento en tu alma, el arrebatamiento de esta ternura inusitada y nociva. El Pata te vio a lo lejos, supo que encajabas en aquel desorden. Amenazó a Rafael, le advirtió el peligro, pero fue inútil. Entonces trató contigo, pero tampoco funcionó. No lo escuchaste y terminaste viviendo con Rafael en la cárcel. ¡En la cárcel, Magdalena!, pagando para dormir por las noches y salir de mañana.

No importaba que te hubieran echado del periódico ni que fueras motivo de escándalo porque escribirías un libro, una verdadera obra de arte, con la que tocarías —lo jurabas ya— el sol en su cénit. Dominabas los acontecimientos con la pericia de un tramoyista y esto te daba una cierta autoridad científica, dado que estabas probando con tu teoría que la naturaleza inapelable del destino era una falacia. Quedaba poco para el fin de la sentencia y, aunque no lo planeaste, ocurrió al fin que Rafael te embarazó. Habías renunciado muy joven al arquetipo de la maternidad, pero la asumiste sin grandes alardes, como un proceso más de tu metamorfosis existencial. Luego nació la niña y el Pata, a cambio de dejarlos en paz, siguió recibiendo las visitas de Rafael. Pernoctaban juntos, a pesar de la ansiedad de expatriado de tu hombre, que volvía a ti y que tú solemnizabas como una venganza y un triunfo personal. El Pata se sentía burlado, en cuyo caso tenía mucho sentido que buscara resarcimiento, que tomara con la vida de la niña la que en verdad él quería.

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