CLAUDIA PEÑA CLAROS
"Bosque"
Fragmento de la novela "Bosque"
Hay un agua que sin darnos cuenta empezó a resbalarse por entre las ramas, desde los tallos y sus hojas hasta nosotros, contra nuestras cabezas, sobre nuestros hombros. Es una lluvia que tal vez será fuerte y estrepitosa allá arriba, con rayos que iluminen la corona del bosque inacabable, pero que apenas nos llega como gotas de vapor, tan abajo donde estamos.
Pronto se humedece todo. Al revés de lo que pensábamos, el barro puede volverse más resbaloso y lo desgarrado que se iba deshaciendo bajo nuestras pisadas puede todavía podrirse más. El olor trepa aún más denso, más pesado, hasta nuestras narices. El aire está hecho de agua que nos envuelve.
Gotas de algo como sudor se descuelgan de mi cabello, que es una sola masa alojando tierra y toda clase de deshechos y pedazos de frutos o de corteza, cómo saberlo, que se deslizan desde lo alto. Las gotas caen desde mi cabeza y hacen surcos en mi cara. Tal vez no es sudor, sino agua o alguna otra exhalación de plantas, de animales desconocidos que están allá arriba, mirándonos, observándonos pacientes, siguiéndonos el rumbo sin que nosotros nos demos cuenta.
Tengo la ropa completamente mojada, pegoteada en la piel. De manera constante, puedo sentir mi propia hediondez y la de mis compañeros, y cuando me detengo a pensar en eso, en los olores y sus razones, me siento todavía más perdido, yo en medio del monte, torpe e inútil. Somos bestias deformes y sucias penetrando en espesores prohibidos. Jamás saldremos de aquí.
¿En qué momento se nos ocurrió entrar? Si era otro nuestro lugar, allí donde podíamos controlar las cosas y medir el tiempo. Aquí en cambio, el tiempo es un fantasma que sientes pasar frío e invisible, pero que no puedes usar, ni medir, ni nombrar. Tenemos manos, pero no son diestras entre medio de todos estos árboles. Lo que afuera nuestras manos hacen, en el monte es inútil; lo que necesitamos que hagan, nuestras manos no saben hacerlo. Tenemos pies y avanzamos, pero sin saber cuál es la ruta, ni a dónde nos dirigimos. Qué sentido tiene voltear a los costados para prevenir el ataque de algún tigre, o escudriñar entre las hojas. ¿Acaso nosotros sabemos mirar en este mundo palpitante?
Los huecos de mis botas se han ido agrandando desde ayer y, ahora, en cualquier momento, un pedazo nudoso de hoja muerta o una partícula del suelo entra y raspa mis medias, que me raspan la planta del pie, que a su vez se frota contra todo lo áspero hasta sangrar. Por entre los jirones de ropa, la tierra insiste prendida como zarpas, taladrando en los pliegues de mi piel, horadando hora tras hora hacia el rojo de mi carne. La única manera es no pensar en el dolor. Hay un lugar en la cabeza que puede silenciar el daño, pero a cambio de eso la tristeza se expande por todas partes.
Nuestro avance ahora es trabajoso y las lágrimas me brotan en cualquier momento. No me importa ese fluir salado que resbala terroso por mi cara, sólo me limpio de rato en rato, cuando realmente me impide ver. Porque puede ser que no quiera ver. No sirve de nada. De todos modos, no podría descubrir a tiempo si ese trozo de rama fuera una víbora arrastrándose, enlazándose alrededor de mis tobillos cubiertos de fango, trepando por mis pantalones malolientes. Cuando los colmillos terminaran de hincarse, entre medio de todo, en mi carne, los ojos tampoco me servirían de nada. Ya no tendría sentido desgarrar un pedazo de camisa, apretar el torniquete por sobre la rodilla, apurarme, gritar.
Creo que hemos olvidado por qué caminamos y por qué seguimos avanzando. Pero qué sentido tiene preguntar. ¿Acaso alguno de nosotros sabe cuándo llegaremos? Ya hemos vaciado todos los sentidos. Dijimos es el destino, dijimos es un castigo del cielo. Preguntamos ¿castigo de qué? Y luego ¿de quién es la culpa? Y nos revolcamos en la tierra, echándonos maldiciones entre el uno y el otro. Una patada en el flanco, el labio reventado. Ya hemos hurgado en el vientre de cada pregunta, y nada ha salido. Ahí adentro, todo estaba hueco.
Cada tanto, una rama se sacude y las hojas se estrellan contra mi cara; algunas raspan y avivan el dolor, otras acarician los párpados y refrescan. Pero no decimos nada. Es posible que el que va adelante, ése de quien ya no pronunciamos el nombre, sepa a dónde se dirige y por qué. Entre las manchas verdes lo veo de rato en rato. A veces se escabulle entre los troncos, o se pierde en algún ramaje, pero luego aparece otra vez su cuerpo, o los ruidos de su avanzar, o algo sin definir, el rastro de su presencia en medio del vaho húmedo que nos envuelve.
Tengo hormigas recorriéndome los brazos, atraídas por el olor dulce y agrio de los árboles moribundos que han embadurnado su savia resbalosa en mí. Como el suelo, yo soy depositario de los deshechos que los árboles desprecian. A medida que pasan los días, el monte nos recubre con la piel que le sobra. Vamos dejando de ser éste o aquél, vamos pareciéndonos a la espesura que intentamos atravesar.
Ese que va adelante se detiene. El que le sigue también, y tambalea, mareado. Se agarra de un tronco, acomoda el cuerpo adolorido hasta apoyar la espalda. Jadea cerrando los ojos.
Miro al otro, al que se detuvo primero: apoya las manos en su cintura, escupe barro y se pasa el brazo por la frente. Detengo mi andar y todas las plantas enormes caen de repente sobre mí, aplastantes, interminables. Intento levantar la cabeza, pero el peso del bosque me vence. Mis venas son ríos de cascajo en mis piernas.
Aparece otro hombre, no sé de dónde, tal vez iba detrás o a mi costado, no sé, no lo había sentido. Tiene una mancha de sangre seca desde la coronilla hasta encima de su oreja y va sin botas. A través de las medias inmundas asoman pedazos de sus dedos, las uñas negras, las magulladuras cubiertas de tierra y costras.
Al que va delante quiero suplicarle que no paremos, que luego no podremos volver a andar, que dejaremos las fuerzas en el repaso involuntario de nuestros cuerpos aporreados. Pero no sirve hablar.
Escucho. Mi corazón late lento en el pecho. Afuera los árboles suenan, las raíces se arrastran silenciosas como serpientes cercándonos. Dónde están esos pájaros, esos monos a lo lejos, cuántos, chillando de furia.
El que no tiene zapatos deja su boca abierta. Tiene la mirada desbordada y perdida. Detrás de sus labios asoma una lengua oscura, una bola de carne que babea y no contiene el temblor. Ya no le brota sangre de la cabeza. También él tiene las manos magulladas como yo, como el que se apoya en el árbol y llora jadeante, como el que va delante y ahora nos da la espalda.
Escucho el llanto quedo del segundo. Sigue apoyado contra el árbol, y en su rostro hay algo que es oscuro.