MANUEL VARGAS SEVERICHE
Fragmento de la novela "La paceñita"

Confieso que yo, la flamante licenciada Celia Rivera Queso, experta en vida silvestre, andaba de paso por la zona Sur, de amplias y raudas avenidas, en busca de hombres. —A mí, que tantos hombres he tenido, parece que más, mucho más, siempre me han faltado—. En realidad, ahora me bastaba con uno, pero que sea sublime y diferente, para que me haga lo que nadie me hizo y me hable de lo que nadie hasta ahora me habló. O más bien que no me hable, que se quede callado y me haga todo con arte y conciencia, o a lo bruto, o en un lenguaje que esté más allá de los idiomas conocidos.

Desde el minibús, que avanzaba a duras penas por ser mediodía, yo podía observar rostros, mirar espaldas, piernas, panzas, sentir miradas ávidas o aburridas, sonrisas, y nada. No, me dije, el hombre no existe, existen solamente muñecos, o, seré concesiva: seres humanos. ¿Pero hombres? Mi hijo, ya jovencito, era mi hijo, es decir, no era hombre. Desde hacía rato yo había decidido, por variados motivos, no casarme. El amor no estaba en el matrimonio, si es que eso fuera lo que buscara; el hombre tampoco, el hombre debía estar en la calle. Tenía mi departamento propio, en una avenida principal de Miraflores. Amaba mi libertad, lo único que me sujetaba o amarraba era mi Thiaguito, y quién sabe, sí, también me dominaban mis deseos, de esos que les llaman bajos, hasta acercarse a lo más santo, y que no tenían miras de bajar de intensidad. ¿Pero con quién?

Serían las tres de la tarde. Una de esas tardes calurosas de ese barrio donde todo es bello, hasta las bocinas de los autos parece que cantaran de placer. Otra de las novedades, en mi nueva situación de profesional, era que ya no me dominaba el trago. Me gustaba, pero con medida. Me gustaba todo, en realidad, comer, divertirme, pasear, pintarme, revolcarme en trapos, mostrar mis elegancias en la calle, hacer deporte en casa, reír… todo con medida. Pero lo que no puede sujetarse a una medida es… ya saben, chicas, no nos vamos a hacer las locas.

Finalmente, vi que, en plena acera de la avenida, a apenas tres cuadras de la iglesia de San Miguel, un tipo estaba… estaba meando. Y no de espaldas y al pie o a la sombra de un árbol. Más bien de frente y a pleno sol. Con-el-árbol-a-sus-espaldas. Seguramente era una especie de mendigo o de loco para cagarse así de las convenciones. La gente de La Paz, y de toda Bolivia, soporta el espectáculo de gente meando, simplemente lo ignora, quien sabe por cuestiones culturales. “El mundo es una tierra baldía, estoy perdido en la soledad de las montañas, nadie me ve, soy parte del paisaje y yo hago lo que me da la gana, Si me dan ganas de mear, meo”. Y así sucesivamente. ¡Pero no para comportarse de esta manera! Este ya se pasaba de la raya. Como siempre dicen: en otro país ya lo hubieran metido a la cana y le hubieran cobrado una buena multa.

Tenía un cuerpo golpeado por la vida, pero no era un viejo, solo parecía algo mayor que yo. Y justo el minibús se detiene adonde él estaba, todavía con la bragueta abierta y un miembro simplemente hermoso. Ya había acabado de mear y lo tenía agarrado, sacudiéndolo con sus dos manos: oscuro, grueso, la piel formaba una especie de acordeón… un ser vivo que finalmente se ocultó entre los andrajos del tipo.

Tuve tiempo de ver inclusive su cara que sonreía, parecía sentirse feliz, orgulloso de lo que hacía y de lo que tenía. Soy un hombre, y qué. Me cago en la zona Sur. El minibús avanzó justo cuando ya me impulsaba para bajarme. ¡Bajo! ¡Bajo! Y el chofer: pero señorita, por qué no bajó antes si estábamos tanto tiempo detenidos… Me sentí torpe y culpable. Recién tuve que hacerlo a las dos cuadras, escuchando más protestas del chofer y las miradas chuecas de los demás pasajeros. Quería ir a verlo, estaba loca y decidida, quién sabe cómo, a tocarlo y abrazarlo y arrodillarme ante su altar. Subí corriendo y vi que él acababa de cruzar la avenida que era un total infierno. Y se alejaba, se alejaba y yo no había por dónde cruzar. Me agarré del tronco de ese árbol que no fue regado por sus orines, sino que le sirvió de apoyo a sus espaldas. Lo abracé en realidad, sujetándome a las rugosidades de su corteza para no rodar por el suelo o levantarme ardiendo hacia las nubes. Me van a creer loca, chicas, pero lo abracé más fuerte, mis manos se lastimaron en los surcos sucios del hollín del tráfico. No me las limpié. Pobre arbolito, yo te amara. Se me cayeron las lágrimas y sentí que mi entrepierna estaba húmeda y gloriosa.

Minutos después seguí mi camino, otra vez cuerda: ya no tenía sentido cruzar la esquina para buscarlo, quién sabe ya en qué dirección. ¿Pero qué me pasaba? ¿Yo era una simple arrecha, ninfómana o puta gustosa?, ¿qué nombre existe para un caso como el mío? Pero, por otra parte, ¿acaso no era natural que me guste un hombre por su arma principal, o en primerísimo lugar el arma y después el resto?, ¿o nada más que lo primero? ¿No puedo admirar su forma, su color y su consistencia, aunque sea solamente tocada por el aire cálido de mi ciudad que compartimos y esas manos gruesas y con seguridad sucias, pero firmes y acariciadoras? ¿A cuántas mujeres habría hecho feliz el tipo ese? O mejor: ¿cuántas mujeres lo hicieron vibrar a él? ¿O las rompió como una bestia? Y yo… simplemente llegué tarde.

Me fui a mi departamento. Me duché, pero no me quedé tranquila. Thiaguito ya no solo dormía aparte; era un jovencito independiente. Más bien esa noche se durmió temprano y yo, sola en mi cama, pensando en ese tamaño que vieron todos mis ojos, y esas arruguitas de acordeón, e imaginando el grosor que luego tendría cuando…  Otra vez me estaba mojando. No puede ser. No voy a ir en mi sano juicio a entregarme a un tipo como ese. Todo está en mi cabeza. Tampoco iba a averiguar y meterme en su mundo estrecho, un mundo de mierda, de violencia y burlas y… Esto solamente es para mi mente, para mis sueños imposibles. El hombre no existe. Mejor es el árbol que no se mueve, pero siente. En el bosque o en la ciudad, ahí está, con su tronco y sus raíces. ¿Cuál es más bello? Todos. Tan diferentes en su olor, su forma, su consistencia, sus colores cuando se les descorteza, sus jugos cuando lloran o son felices… Me gustan los troncos gruesos para abrazarlos; si tienen espinas, ¿qué? En ninguna parte son lisos o limpios, a no ser que se trate de imitaciones de plástico, lavables, unas más duras que otras, más o menos porosas, pero siempre firmes, y no estoy hablando de memoria. Los árboles, desde el tronco a las flores, de la raíz al gajo, son mi profesión.
 

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