SEBASTIÁN ANTEZANA
Fragmento del cuento "My very own página en blanco"
Fragmento del cuento "My very own página en blanco"
(...)
Esta noce estás con Laura. Mientras la tocas piensas que la quieres y que por eso la situación es complicada. Piensas, además, en la novela que estás leyendo, en la inminente llegada del asteroide. Después de verlo representado hasta el cansancio en multitud de otros libros y películas, eso que el planeta vaya a ser golpeado por una roca celeste es de tan mal gusto que resulta irresistible: millones de personas esperando a que un cliché aniquile de un solo golpe la Tierra. Ves a Laura, es algo ancha de cintura y bonita. Mientras le susurras al oído que quieres coger una última vez, le pones las manos sobre las caderas y sueñas, como en la novela, con irte a vivir a una de las muchas estaciones-bar que orbitan la Tierra, múltiples pequeños satélites que forman un ancho cinturón verde y difuso de alcohol metílico. Piensas que sería hermoso ser uno de los pocos privilegiados que pueden ver desde allí, desde una estación lo suficientemente lejana a la colisión y sosteniendo un vodka tonic, cómo el asteroide impacta el corazón del sudeste asiático, desvastando con segundos todas aquellas islas y todos aquellos mares que súbitamente se transforman en materia ígnea, mutante y volátil, que se dispersa irremediablemente por el espacio. Todo convulsionado. El universo en sus primeros días.
Laura es viuda. Tres años antes estaba con Mario cuando el Chevrolet que manejaban se estrelló en mitad de la carretera contra el camión de una planta empacadora de carme. Para entonces ella y Mario habían estado casados por dos años y vivían hacía uno en Jacksonville, en el centro de Florida. Ese día aseguraron con doble seguro las puertas de la casita que compartían y cerraron la llave del gas. Iban a pasar el fin de semana en las playas cercanas así que decidieron sacar el pequeño Chevrolet que casi nunca utilizaban.Mario se puso al volante y, mientras encendía la radio y recordaba no haber reparado todavía en su asiento el cinturón de seguridad, trancado dentro del mecanismo, se prometió no pasar de los 80 kilómetros por hora. Condujeron cuarenta y cinco monótonos minutos por la carretera ancha y despejada hasta que vieron a la distancia la mole de la parte trasera del camión. Entonces Laura dijo o pensó algo, que por favor abriera o cerrara la ventana, que le subiera a la música o cambiara de estación. Mario, distraído, accedió, lanzó una sonrisa al aire de la mañana e inmediatamente después salió expelido por el parabrisas del Chevrolet hacia la puerta trasera del camión, contra la que su cabeza explotó. Sostenida por su cinturón, Laura chocó contra el tablero, se rompió la frente y tuvo que pasar diez días en el hospital. Durante los tres primeros le dejaron la herida abierta porque el cerebro estaba hinchado y la inflamación demandaba espacio, de modo que, despierta, insomne por la muerte de su esposo, se pasaba las horas lagrimeando y con un drenaje en la cabeza, invadida por el olor de su carne, una mezcla de plasma, pus y alcohol medicinal que la aterraba. Los días pasaron lentos y tras recuperarsem y sanar Laura volvió a la pequeña casa de Jacksonville para sacar de allí sus cosas. Entonces comenzó una segunda parte de la vida.
Desde que llegaste a Estados Unidos , después de dejar Torreón, trabajaste de electricista. Como siempre lo hiciste de forma independiente, el oficio era relativamente sencillo y te permitía regular tus horarios, pero después de casi tres décadas empezabas a encontrarlo rutinario. Ibas temprano por la mañana a casas y departamentos donde señoras mayores en batas y pijamas te pedían reposicionar la antena de la televisión, reparar el triturador de basura y arreglar el alumbrado de su lado de la calle. Al principio no te molestaba pero ya tenías sesentaidós y las rodillas resentidas, y habías logrado ahorrar cierto dinero y preferías no pasarte el día haciendo un trabajo en buena medida físico para el que ya no eras apto. Además, querías dedicarte a otras cosas. No te llamaban mucho la atención las actividades clásicas del latino clase media retirado: largas charlas de café con los amigos o juegos de cartas y dominó con los vecinos, ejercicios que hacían del envejecimiento, ese lento descenso privado, un acontecimiento público, pero desde muy chico te había gustado leer, sobre todo libros de ciencia ficción, de aventuras y fantasía, géneros que te alejaban de la rutina para ti prosaica de los cables y electrodomésticos y herramientas. No tenías el tiempo suficiente para hacerlo mientras trabajabas, así que tuviste que esperar a la jubilación y al cobro mensual de un pequeño alquiler para poder concentrarte en ti mismo, en la lectura.
Poco antes, en uno de tus últimos trabajos, conociste a Laura. Te llamó desde un pequeño departamento del sur de Jacksonville y fuiste a ver si podías reparar un refrigerador pequeño y terco, totalmente lleno de hielo. Para entonces Laura había cumplido cuarentaiocho, ya había dejado la casa que compartió con Mario y se había mudado al otro lado de la ciudad, cerca de San Marco. Despistada, todavía temerosa, no entendía bien cómo funcionaban los enseres del nuevo lugar, le eran ajenos los cuartos y su disposición, los muebles, los aparatos de cocina. Tú llegaste vestido con una camisa blanca de manga corta y shorts verde olivo ajustados por el cinturón utilitario en el que guardabas desarmadores, cinta aislante, una linterna y varios otros implementos del oficio, tu uniforme de todos los días. Poco después lo dejaste. Sin comprender por qué, en el departamento de Jacksonville sentiste que no podrías separarte de Laura, supiste, mientras arreglabas el termostato del refrigerador, mientras ella te veía hipnotizada y tú le mirabas los ojos tristes, que acababas de cruzar una línea.