Kevin Rittberger de visita en Chile - Segunda parte
¿Por qué optimista?
El colaborador del Museo Histórico afirma algo que no puedo sino contradecir con vehemencia: que el capitalismo sencillamente asimila todo, que la resistencia no tiene sentido. Siento eso como una excusa haragana y un llamado a la pasividad, es más, como una rendición total estética de los creadores culturales, e intento mostrarles a mis interlocutores una era posterior a la ironía, al cinismo y al derrotismo… lo digo en mi español chapurreado, después de dos semanas de clases en Bellavista, mientras arriba de nosotros grita furioso el televisor y, abajo, el ruido de los motores de la calle Merced.Hablo de Cybersyn, un proyecto económico cibernético durante la Unidad Popular, una suerte de Internet socialista temprana, que debía fortalecer las bases y estimular estructuras autoadministradas, me entusiasmo con el icosaedro de Stafford Beer como modelo geométrico de la comunicación sin dominio, describo la curiosidad y lucidez de Víctor Pey a sus noventa y ocho años, que luchó contra los fascistas en la Guerra Civil Española codo a codo con el anarquista Buenaventura Durruti y con quien he tenido la suerte de poder conversar la semana pasada sobre el actual espíritu de la juventud chilena. Con todo esto en mente intento pintar en el horizonte una nueva forma de la “solidaridad internacional”.
En el siglo XXI la “solidaridad internacional” ya no estaría controlada por un partido único sino por una dispersa comunidad de intereses, por ciudadanos colectivos (Tito Tricot).
Carla Miranda aprueba lo dicho por su colaborador, sacudiendo la cabeza con gesto escéptico, ya que “realmente no hay motivo para tener esperanzas”. Insisto en que en muchos lugares del mundo se formula resistencia y nada es absorbido sólo porque en algún lado se crea un nuevo producto. La energía no se pierde, siempre estará disponible, intento decir más fuerte que el televisor. Carla quiere pruebas. Nos preguntan antes de la comida si queremos tomar Coca-Cola , Fanta o Sprite. Delante de nosotros, una bandeja con pan de trigo al lado de un tubo de mayonesa. Aquí y ahora, en este local de comidas, nosotros no tenemos elección y yo no tengo pruebas.
Hace poco hablé con el historiador César Leyton Robinson, quien tenía en su escritorio el libro de Hannah Arendt sobre el totalitarismo. Hablamos sobre la „prusianización“ de Chile en los siglos XIX y XX, de la economía a comienzos del siglo XXI y las formas de apropiación colonial del saber indígena. Él me describió una línea que iba del primer forastero alemán de Valdivia, al zoólogo Rudolf Philippi, al biólogo y actual magnate de las semillas Erik von Baer. Una semana después me encuentro con Domingo Oñate, un historiador mapuche de Temuco, con el que hablo sobre los comienzos de la política racista de “blanquización” en el siglo XIX.
Los alemanes, dice, son los únicos que no se mezclaron. La diferencia colonial entre civilización (=piel clara, decente, honesto, partidario del progreso) y barbarie (=piel oscura, haragán, desaseado, hostil al progreso) se percibe hasta hoy.
Pasamos frente a la salida que conduce a la antigua Colonia Dignidad pero seguimos de largo. A mí no me interesa tanto el caso excepcional, ese lugar de tortura y excesos violentos, cuyo nombre hoy se ha cambiado de modo eufemístico y folclórico por Villa Baviera; me interesa más la herencia general de la inmigración alemana. Un fascículo, aparecido en 1998 al cumplirse 150 años de la colonización alemana, brinda testimonios de esa herencia: orquestas alemanas, coros, escuelas, carreras exitosas, ¡demos vivas por ellos!, ¡tres vivas! El nacionalsocialismo sencillamente se oculta. ¿Revisionismo o conciencia de la tradición? ¿La excepción es la regla?
¿Debería seguir la sombría tesis de Giorgio Agamben, que afirma que todo es “campo de concentración”, incluso las Gated Communities de los ricos? ¿Y el ingenuo Cándido de Voltaire no se llenó los bolsillos de diamantes para liberarse de la lucha por la subsistencia?, escucho a los cínicos que exclaman con satisfacción.
Por otra parte, la confianza que se nos brinda en las comunidades de los mapuches en las montañas detrás de Curarrehue, las canciones ancestrales que logramos escuchar, el vínculo integral con la tierra, con la Wallmapu, todo eso narra otra historia. Y “tan sólo” el cincuenta por ciento de las semillas de trigo se encuentra en manos de la empresa Semillas Baer. El optimista diría: las probabilidades de éxito son de 50 y 50.
Aquí, en la Araucanía, el país de los maravillosos lagos y montañas, surgen las primeras imágenes que habrán de contar otra historia: ni la del Imperio de los Mil Años, que sigue haciendo de las suyas en algunas mentes, ni la del dominio hegemónico de los consorcios internacionales, que van por buen camino para desolar el planeta por miles y miles de años.