Primavera de 1990
“De pronto volvían a estar todos ahí”
Un año después de que l@s berlines@s danzaran sobre el muro, Alemania volvió a ser un solo país. Pero ¿cómo sintió la reunificación un ex-convicto de Hohenschönhausen? De parrilladas argentinas y el cuartel general de la Stasi, reencuentros inesperados y clubes berlineses.
“De pronto todos volvían a estar ahí”
El cielo está encapotado. Allí donde por regla general se yerguen solitarios los caballos de la cuadriga, danzan (como ya hicieron un 9 de noviembre) siluetas eufóricas (tanto de Berlín Oriental como del Occidental), camufladas por el humo de los fuegos artificiales. Han trepado a la Puerta de Brandeburgo, aislada entre el tráfico desde el 22 de diciembre por dos cruces más separación, que conectan un estado alemán con el otro. Tan eufórico es el festejo como laboriosa será la restauración de la cuádriga a su paso.Las Navidades acaban, como quien dice, de pasar. Y aunque se tratara hasta entonces de una fiesta familiar, a partir de 1989 se convierte en una fecha simbólica: por fin l@s ciudadan@s pueden atravesar la frontera sin necesidad de visado. A mediados de febrero, solo en Berlín ya había otros treinta pasos fronterizos abiertos.
Mientras otros festejan, la dirección del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) ya está pensando en cómo sacar beneficio de los trozos del muro. | Dagmar Lipper © wir-waren-so-frei.de
Después de más de un año de separación, Mario Röllig celebra las Navidades de nuevo con sus padres. Durante un viaje a Hungría en 1985, se enamoró de un político de Berlín Occidental entre las nubes de vapor de unos baños termales. Siempre se encontraban en Berlín Oriental, una y otra vez, aunque durante esos más de dos años, la Stasi, el órgano de inteligencia de la República Democrática Alemana, fuese el único testigo de su amor. Al final, Mario Röllig hace de tripas corazón e intenta pasar la verde frontera del sur de Hungría y llegar a Berlín Occidental a través de Yugoslavia, pero fracasa. En la Prisión Central de la Seguridad del Estado Hohenschönhausen, los días de tortura psicológica se alargan hasta el infinito. En 1988 le permiten abandonar la RDA. En su caso, la caída del muro y la Nochevieja de 1989 le despiertan sentimientos contrapuestos.
“Fue interesante, los primeros días tras la caída del muro fui incapaz de alegrarme, de pronto todos los que me habían hecho la vida imposible volvían a estar ahí. ¿Cómo podía sentir alegría la noche en que cayó el muro? Mi padre llamó desde Berlín Oriental y me dijo: ‘Hijo, el muró ha caído’. Yo había tenido un duro día de trabajo, acababa de quedarme dormido.Lo primero que dije fue: ‘¿Estás borracho? ¡No está bien bromear con algo así!’ y colgué.” El padre de Mario Röllig volvió a llamar: “Hijo, el muro ha caido. ¡Enciende el televisor!” “Y eso hice. Y aaunque esa misma noche crucé el paso fronterizo de la Bornholmer Straße y abracé a mis padres por primera vez en casi dos años, al principio no conseguía sentirlo como algo bueno, simplemente porque el muro no solo me separaba de mi familia sino porque también me protegía de las personas que me habían hecho la vida imposible en la RDA.” El 31 de diciembre, Mario Röllig festejó la Nochevieja en la Puerta de Brandeburgo.
Esa noche las televisiones públicas de la RDA y la RFA colaboran: se alternan para informar sobre lo que pasa a cada lado de la Puerta de Brandeburgo. Frente a la pantalla pasan banderas de color negro, rojo y dorado que ondean al viento. Los historiadores hablan de una “segunda reunificación alemana”, cuando realmente se impone el deseo de reunificación en los dos estados alemanes.
La demolición del muro. | Monika Waack © wir-waren-so-frei.de Mientras tanto, el gobierno de la RDA ya estaba pensando de qué manera podían sacar provecho económico al muro. El 31 de enero comienza vender trozos del muro a cambio de divisas. Hoy en día pueden verse en museos y no solo alemanes; los trozos más pequeños se vendieron como souvenirs, aunque también se utilizaron como material de construcción para rehacer calles y autopistas para que comunicasen los lugares que antes separaban.
Asalto a la central de la Stasi
Ya en diciembre, negras nubes de humo se levantaban en el cielo de Erfurt, y no se trataba del rastro de festivos fuegos de artificio. La humareda procedía de la chimenea de la central de la Stasi. Durante muchos años pasaron por este edificio las vidas de much@s ciudadan@s de la RDA, a modo de repetición distorsionada: sus costumbres, sus ideas políticas, sus sentimientos, sus relaciones personales, sus detalles más íntimos fueron registrados por l@s emplead@s de la Stasi. Siempre susurradas al oído o escritas con disimulo en notas accidentales, a veces incluso del propio puño y letra de vecinos, amigos, parientes o de viandantes fortuitos. La Stasi hizo uso de sus conocimientos para oprimir a su propia población.Asalto a la central de la Stasi | Jan Kornas © wir-waren-so-frei.de Y es la desesperación y la rabia contra tod@s es@s autor@s que tratan de borrar sus huellas lo que impulsa a l@s luchador@s por los derechos civiles y de las mujeres Gabriele Stötzer, Claudia Bogenhardt, Sabine Fabian, Tely Büchner y Kerstin Schön. Ellas lideraron la ocupación de la central de la Stasi en Erfurt. Le siguieron Rostock y Leipzig.
Seis semanas más tarde, el 15 de enero de 1990, quizá fuesen las mismas fuerzas del Ministerio de Seguridad de Berlín, que ahora se llama Oficina de Seguridad, quienes se encargaron de abrir las puertas. El estruendo de botas subiendo las escaleras, minutos después, los expedientes vuelan escaleras abajo, planeando de piso en piso hasta caer al suelo delante de l@s ciudadan@s crític@s al régimen, y junto con ellos, por fin, también decaen el miedo a las violentas represalias de la Stasi y la sensación de impotencia. Ese paso de la impotencia al empoderamiento es de agradecer sobre todo a las mujeres jóvenes de Erfurt, quienes proclamaron el final del control de la Stasi sobre los archivos policiales secretos.
Hallazgos en la central de la Stasi | © picture-alliance/ ZB | Thomas Uhlemann En la central de la Stasi, los ocupas abren bolsas repletas y encuentran una cantidad increíble de documentos. Después de años de hacer cola para conseguir carne, fruta, azúcar y artículos de primera necesidad, se encuentran con productos de lujo como carne de vaca argentina y un salón de peluquería privado. Entre esas delikatessen almacenadas y la perplejidad, nace el sentimiento de una nueva época.
La ocupación del Ministerio de Berlín significó el punto final del gran proceso que comenzó en Erfurt. Hasta qué punto cambió el mundo en ese momento –y lo rápido que la situación podía cambiar–, lo demuestra la única víctima de ese asalto: un desesperado oficial de la Stasi que se quitó la vida de un tiro durante la ocupación.
Salón de peluquería privado en la central de la Stasi | © picture-alliance/ ZB | Thomas Uhlemann
Tampoco los comités ciudadanos, que ya controlaban las centrales de la Stasi, sabían qué iba a pasar con los expedientes: se seguían destruyendo documentos. La Ley de los Archivos de las Stasi, de finales de 1991, estipula que los documentos deben archivarse y ser accesibles, de forma que las víctimas puedan consultar los expedientes, y los científicos estudiarlos.
Una multitud irrumpe en la central de la Stasi
| Jan Kornas © wir-waren-so-frei.de
Hacer público el archivo infundió claridad: ¿en quién se podía confiar y en quién no?, son algunas de las dudas que se disiparon con alivio o decepción. Poco antes de la reunificación, la Stasi contaba con 190.000 “colaborador@s no oficiales”: gente dispuesta a facilitar información personal sobre amig@s, vecin@s o alumn@s.
Después de que el exultante festejo de octubre diese alas a una sensación de libertad, algunos reencuentros abrieron viejas heridas. “La gente que era 100% fiel al SED, fueron los primeros en presentarse a los bancos para asegurarse los cien marcos occidentales de bienvenida”, recuerda Mario Röllig.
Éxodos y exploraciones
El muro permanece abierto desde entonces. Sobre el invernal paisaje urbano flota una mezcla de sensación de despedida y de nuevo comienzo. Antes de que llegase la Navidad, más de 200.000 ciudadan@s de la RDA ya se habían mudado al oeste. Apretujados, por ejemplo, en el campo de acogida berlinés de Marienfelde, a sabiendas de que el campo estaba a reventar y de que probablemente la situación en la RDA empeorara por momentos. La falta de mano de obra se calculaba en 250.000 trabajador@s, l@s enfermer@s y l@s médicos solo podían cuidar de modo precario a sus pacientes. En febrero, cuando el sol juega a ser verano durante unos días, much@s aleman@s occidentales viajaron a lugares que solo conocían por las novelas de Theodor Fontane. Fueron de excursión por la Marca de Brandeburgo y, acompañados espiritualmente por el señor Ribbeck, llegaron hasta su localidad homónima, en el distrito de Havelland. Quien iba de copilot@ buscaba en los mapas ciudades con nombres casi mágicos: Stralsund y Wismar para los fanáticos de Störtebeker, Quedlinburg y Görlitz para cualquier aficionado a la historia, así como, por supuesto, Leipzig y Dresden. ¿A quién no le recordó esa parte del país a los años cincuenta? Inmerso en una especie de standby en espera de una nueva época que había comenzado tiempo atrás. Hace tiempo que las puertas de los cuarteles del Ejército Popular Nacional de la RDA están abiertas, hay soldad@s pescando... No queda rastro de la anterior severidad habitual de los “órganos armados”. L@s turistas de la parte oeste volvían famélicos, porque los pocos cafés, restaurantes y hoteles, si es que abrían en invierno, apenas daban abasto con la avalancha de visitantes.
“Por aquel entonces me sentía a gusto en la isla de Berlín Occidental. Al principio tuve sentimientos encontrados, me embargó la melancolía: ¿comenzaba una una nueva época? Pero en seguida y sin necesidad de grandes medidas, cambiaron muchísimas cosas.” En las casas abandonadas del centro de Berlín Oriental surgieron los primeros clubs. “Se podían hacer muchas cosas, nadie te pedía un permiso. Después de veintiocho años de parálisis (también en Berlín Occidental) había llegado el momento de festejar la libertad. En Berlín Occidental estábamos como estancados y en el este era aún peor. ¡De pronto todo se ponía en marcha! Era el momento de tomar las riendas de nuestra vida.”
Mientras que en un país antes se solía jugar al Monopoly y en el otro al Burocratopoly, durante algún tiempo en clubs como el Tresor tenían lugar fiestas no comerciales y sin tanto trámite burocrático. En las viviendas privadas surgen bares ad hoc, sus propietarios vendían cerveza en botella desde las ventanas de la planta baja. La nueva década revive las casas abandonadas del centro de Berlín Oriental. A solo unos pasos de la antigua frontera, las ruinas y los edificios decrépitos, símbolo de la parálisis, se convierten en lugares que ponen a prueba. “En la cultura del club de aquella época, no se trataba de provecho económico o de consumo, o de ganar dinero rápido, sino sencillamente de probar cosas nuevas y celebrar la libertad.”
Mientras la RDA se desmorona, en Berlín las fiestas se multiplican. | © picture-alliance ZB Manfred Uhlenhut Mario Röllig estaba a favor de la reunificación: “Después de mi fallida huida de la RDA y mi arresto en Hohenschönhausen pensé: por fin cae el sistema” Sin embargo, también dice que justo en esa primavera desaparece el sentimiento de comunidad social en Berlín Oriental y que tardaría mucho en volver. A pesar de tanto sentimiento encontrado, Mario Röllig sigue feliz de haber comenzado una nueva vida en Berlín Occidental. Después de la caída del muro, se concentró en su vida personal y en labrarse un futuro. “Cada cual tenía que ocuparse de sí mismo y de ver cómo sobrevivir”.
Solo los posteriores reencuentros con viej@s compañer@s de escuela y con las personas que a mediados de los ochenta habían vivido su destape como homosexual le recuerdan ese sentimiento. “Nos encontrábamos en reuniones, lecturas, mesas redondas o para ver películas, y hablábamos de cómo había sido. La liquidación de empresas hizo que muchos de mis amig@s perdieran su infraestructura familiar. Tuvieron que concentrarse en sobrevivir. Un proceso agotador y triste para much@s, si además percibíanla fría indiferencia de la nueva sociedad.”
Mario Röllig describe cómo esos sentimientos, en algunas personas, llegaron a convertirse en xenofobia. “Tenían miedo de que gente de Vietnam, que quería venir y quedarse en Alemania, de repente lograsen mejor posición que ellos”. Unos años después, las imágenes más tristes de la Alemania unificada recorren la prensa: asilos para inmigrantes en llamas conquistan los titulares.
Nuevas carreras y viejos lastres
Antigu@s vecinos de los padres de Röllig, colaborador@s de las autoridades del SED, de pronto fueron ascendid@s e incluso llegaron a ser nombrad@s directores de sección. “Una mujer que se dedicaba a denegar los visados de salida en una oficina del Ministerio de Interior, de pronto pasaba a ser jefa de la Oficina de Empleo de Treptow-Köpenick. Pero gracias a Dios, mucha gente la reconoció y fue cesada. Sin embargo, muchos otros, gracias a enchufe y contactos lograron ascender en el nuevo país y se convirtieron en consejeros municipales e incluso en parlamentarios nacionales, ¡habiendo sido espías de la Stasi!”A comienzos de los años noventa Mario Röllig se concentra en sí mismo, y a mediados de esa misma década aprueba una formación como nuevo comercial en la sección de estanco del centro comercial Kaufhauses des Westens (KaDeWe). “En realidad todo iba bien. Tenía un compromiso social, colaboraba con la organización Berliner Aidshilfe, y seguía siendo delegado sindical en la empresa. En el resto de la política no participaba activamente. Después de 1989/90, durante muchos años, no me interesó saber qué comunistas ejemplares seguían haciendo carrera en la Alemania unificada.” Pero de eso de daría cuenta Röllig después, y además de forma dolorosa.
Recuerda bien la época anterior al momento en que, por amor y y debido a la estrechez en la que vivía y tanta moralina, abandonó la RDA, pero muchos de los recuerdos de su detención, aunque estén ahí, siguen reprimidos. “El 17 de enero de 1999, todavía lo recuerdo bien, llegué por la mañana al trabajo y monté en el sexto piso mi exhibidor de cigarros. De pronto, delante de mí, apareció un hombre de unos cuarenta años, con traje oscuro y piel bronceada, y primero pensé que era alguien famoso. Pero luego se me encendió la bombilla: a este lo conozco; y ya después se me cayó la venda de los ojos: ¡era el oficial que doce años antes, en 1987, me humilló, me interrogó y me torturó psíquicamente en la cárcel de la Stasi de Hohenschönhausen! Empalidecí y empecé a temblar.” Dicho antiguo oficial de la Stasi no reconoció a Mario. “Para mí fue como estar mirando a los ojos del mismísimo diablo. A menudo me había preguntado antes: ¿hacia dónde apuntarías la pistola si volvieses a ver a alguno de ellos? Pero es cierto, esas cosas acaso se sueñan o se piensan, pero nunca se hacen.” Cuando sucedió de verdad, otros pensamientos cruzaron como rayos la cabeza de Mario Röllig: “¿Le pego un puñetazo en la cara? Se lo merece. Pero luego pensé: ‘Mejor no, voy a perder el trabajo y un golpe solo me dará un momento de satisfacción, pero no me ayudará a reconciliarme con el pasado’”. A pesar de todo, Röllig quería saber qué clase de persona era ahora el oficial. “Hasta entonces, jamás me había planteado el tema y no conocía a nadie que se hubiera disculpado con sus víctimas.”
En el centro comercial KaDeWe, Mario Röllig se encuentra al oficial de la Stasi que lo torturó psicológicamente en la prisión de Hohenschönhausen. | © picture alliance / dpa | dpa Cuando el hombre se da la vuelta, Mario Röllig tira levemente de la manga a su torturador. “Disculpe, ¡nos conocemos!” Y el hombre responde: “Ah, sí, ¿de dónde?” “Usted era oficial de la Stasi en la prisión de Hohenschönhausen.” Röllig recuerda: “De pronto se congeló su cara amable y dijo: ‘¿Y, ¿qué quiere usted de mí?’ Nadie vinoen mi ayuda, probablemente las personas del centro comercial estaban tan estupefactas como yo. Le conté quién era, que en 1979 por un intento de fuga me detuvieron y me interrogaron. Que él solicitó entre dos y ocho años de prisión de castigo porque, según él, con el intento de fuga había traicionado a mi patria. Y de pronto él empezó a hablar más fuerte y a gritar que cómo era que yo no comprendía que había estado en prisión por justo castigo. ¿De qué tenía que disculparse él? El arrepentimiento es cosa de niños, dijo”. El hombre se dio la vuelta y se fue.
Y en ese momento salió a la luz todo lo que Mario Röllig había vivido y que ya creía superado: “Estaba escondido dentro, muy dentro del alma”. Se fue al pasillo del sexto piso y comenzó a gritar. En la enfermería de los grandes almacenes le dieron un tranquilizante y lo mandaron a casa. “En casa sí que enfermé de verdad, me tomé una sobredosis de somníferos. Un amigo con el que había quedado esa noche me encontró rodeado de los frascos vacíos. En el hospital consiguieron reanimarme, pero yo no tenía ganas de vivir: ¿cómo era posible que gente como ese oficial de la Stasi viviesen tan bien en nuestra Alemania reunificada?”
Röllig no quiere hablar con los médicos. Ellos no saben qué hacer, pues tanto su vida personal como laboral parecen ir bien. Hablando con los padres, el médico jefe se entera de que Mario Röllig había estado detenido de joven por “fugarse” en la prisión de la Stasi de Hohenschönhausen. “Supo que yo tenía un trauma y vino a mi habitación con un folleto de aquel lugar. Me dijo: ‘Muchacho, si no quieres vivir más, ellos logaron lo que querían. Quizá no guste, pero lo mejor para ti es que vayas allí y cuentes lo que has vivido. Después te sentirás mejor’. Y eso es lo que hago ya desde hace veinte años”, dice Röllig.
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