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Tomáš Moravec
¿A quién pertenece Franz Kafka?

Franz Kafka en torno a los 34 años. Julio 1917
Franz Kafka en torno a los 34 años. Julio 1917 | © Verlag Klaus Wagenbach

La cuestión de a quién pertenece Franz Kafka ha ocupado a muchas mentes en los últimos cien años, quizá más de lo necesario.

De Tomáš Moravec

Hace algunos años, Franz Kafka apareció de repente en un intrincado callejón del casco antiguo de Praga. Tenía unos tres metros de altura, estaba hecho con un gran cartón y miraba desde arriba a los peatones con rostro algo malhumorado. Sostenía mientras tanto con la mano un rótulo, en el que podía leerse en alemán, inglés y ruso que en la tienda de al lado estaban a la venta los mejores souvenirs más tradicionales de la capital checa. Lo han adivinado, en efecto: era un anuncio publicitario.

El Kafka de cartón permaneció varios años más en el callejón, hasta que un ciudadano concienciado (los nativos dirían: un refunfuñón) hizo notar a las autoridades que tal aberración publicitaria no procedía en un centro urbano protegido por la Unesco y que, simple y llanamente, no encajaba allí. Les preguntaba también quién por el amor de Dios había dado a aquel Kafka permiso para apoyarse en la fachada de aquella casa barroca y hacer allí sus negocios.

Las autoridades praguenses, que, preciso es decirlo, no han cambiado demasiado desde los tiempos de Kafka, ponen en marcha la correspondiente investigación. Descubren que el permiso para colocar el hombre anuncio kafkiano nunca se había otorgado y que, por lo tanto, el Kafka de tres metros llevaba por allí años sin que nadie lo hubiera llamado y, sobre todo, sin autorización. Así que las autoridades enviaron al dueño de la tienda vecina, esa que –en palabras de Kafka– tenía los mejores souvenirs más típicos de Praga, una citación en la que se le requería retirar el Kafka anuncio y ponérselo de sombrero o, por lo menos, llevarlo a otra parte. Y que lo hiciera cuanto antes mejor, pues convenía que el “objeto” desapareciese de inmediato.

El largo proceso contra Franz

Tras largo tiempo sin que sucediera nada, un día dos guardias llamaron a la puerta de la tienda de souvenirs en aquel callejón intrincado y, en tono amistoso, pero decidido, preguntaron cómo era que el “monstruo de cartón” seguía zascandileando cual fantasma en la calle.
—Es una cuestión difícil —el dueño de la tienda se rascó la cabeza—; no puedo quitar el anuncio porque no es de mi propiedad.
Los policías se asombraron de la respuesta. Pues, tal fue su argumentación, si una publicidad delante de una tienda hacía publicidad de esa misma tienda, de ello podía deducirse que era también propiedad de la tienda. El dueño de la tienda de souvenirs repuso que, ciertamente, bien se podía llegar a una conclusión semejante, pero sin capacidad jurídica probatoria, y que, por lo que a él respectaba, la pareja de guardias podían detener de inmediato al Franz de cartón si así lo deseaban; él personalmente no tenía ni quería tener nada que ver.

Pero ni siquiera la policía de la ciudad de las cien torres puede llevarse detenido así como así a Franz Kafka: lo primero sería averiguar quién era el dueño. Y como los guardias con competencia en el asunto no han sabido cómo encontrarlo, se dan por vencidos y acuden de nuevo a la autoridad competente, que a su vez recomienza las averiguaciones. Fueron unas averiguaciones prolongadas que finalmente no llegaron a un resultado efectivo.
El vendedor de souvenirs negaba que el anuncio fuese de su propiedad o lo hubiera sido alguna vez. Nada podía influir tampoco en ello el hecho de que alguna vez que otra hubiera sido visto quitando de los hombros de Kafka polvo de la calle y excremento de paloma. Él explicaba aquella conducta como mero altruismo.

Finalmente, la comprensiva autoridad, que por lo demás tiene su sede en la cercana Plaza Franz Kafka, consideró que aquello era tensar demasiado el arco, y por ello un día decidieron retirar el anuncio. La verdad, sin embargo, fue que no resultaba posible tirar directamente a la basura al Kafka de cartón de tres metros de altura. Pues que no se hubiera podido encontrar a ningún dueño no significaba de por sí que no lo hubiera. Y así fue como Kafka fue trasladado a algún oscuro almacén praguense, donde quedó abandonado a su suerte, probablemente de modo similar al Golem de Praga, aquel hombre artificial que, se dice, pasó siglos quieto en techo de la Sinagoga Vieja Nueva. Cuando dentro de cien años alguien vuelva a encontrar el Kafka-anuncio, el muñeco verá nacer quizá en torno suyo leyendas parecidas a las del Golem.
Por el momento, en cualquier caso, corre por Praga otra historia: una anécdota graciosa sobre cómo el desvergonzado dueño de una tienda de souvenirs logró publicitar su género durante años, gratis y sin que lo castigaran por ello.

Y ahora: ¿por qué se nos ha ocurrido contarles a ustedes esto? A diferencia de lo sucedido con el Kafka de cartón al que nadie quería refrendar, casi cualquiera afirma disfrutar de ciertos derechos sobre el Franz Kafka de verdad. Y con “cualquiera” no nos estamos refiriendo solo a sus lectores: tratándose de un escritor alemán de procedencia judía y, para colmo, oriundo de la capital checa, Praga, son muchas las partes interesadas en apropiárselo.

Ese celebrE austriaco

La cuestión de a quién pertenece realmente Franz Kafka ha dado que pensar a muchas personas, quizá más de las necesarias. Así, por ejemplo, hace algún tiempo una exposición llamó intensamente la atención de los ámbitos culturales de Praga. En placas de gran formato aparecían docenas de austriacos célebres, Franz Kafka entre ellos. Respondiendo a preguntas curiosas (en Praga se diría: preguntas de refunfuñones), los organizadores explicaron que con el término “Österreicher” se referían a una personalidad austriaca de orígenes bohemios, mientas que “österreichisch” debía entenderse como “austro-húngaro”. Pues –añadieron– cuando Franz Kafka nació en Praga un 3 de julio de 1883, la ciudad, como toda Bohemia, pertenecía a Austria-Hungría. Exactamente eso, al fin y al cabo, es lo que figura en los libros de historia. El hecho de que en el momento en que murió Kafka la vieja Austria no impusiera ya ningún respeto y Kafka fuese ciudadano checoslovaco los últimos seis años de su vida carecía de relevancia. Y, para terminar, los organizadores también aclararon que el escritor había muerto en Kierling, en la Baja Austria, de modo que la denominación “Österreicher” era algo de lo que no se pedía prescindir, lo intentara quien lo intentase.

El autor que escribía en alemán

También en el Goethe-Institut de Praga se han visto hace poco enarcamientos de cejas. El suceso transcurrió del modo siguiente: un simpático profesor checo visitaba el edificio a orillas del Moldava para informarse de en qué se estaba trabajando en ese momento y si había algo para él. Así, el profesor se enteró no solo de muchas cosas sobre los cursos del idioma, proyecciones de películas y otros eventos, además de becas y ayudas y lecturas públicas de autores, sino también de que estaba en marcha una extensa programación cuyo motivo era el 100 aniversario de la muerte de Kafka.
—Pero entonces ¿qué tienen ustedes que ver con Kafka? —preguntó ligeramente irritado—. ¡No era alemán! ¿O me equivoco?

Bien, en el sentido actual del término Franz Kafka bien pudo no ser alemán, pero la pregunta aun así nos sorprendió en cierta manera. En el Goethe-Institut no aspiramos a que Kafka sea nuestro, y tampoco habríamos llegado nunca a pensar que nos pertenezca en algún sentido. Consideramos, sin embargo, evidente que el más célebre escritor praguense en lengua alemana no solo es un tema de trabajo para el Goethe-Institut, sino además un tema que llevamos en el corazón. Al fin y al cabo, el idioma alemán es para el Goethe-Institut algo tan fundamental como lo fue en su tiempo para Franz Kafka.

El sionista bohemio

Y, como es lógico, los checos también hacen su profesión de fe kafkiana. No sería quizá habitual oírles afirmar que Kafka era checo; más bien dirían que era bohemio. Y, por más que se haya propagado el lugar común de que las obras de Kafka tienen como base el desgarramiento del autor entre sus identidades alemana, judía y checa, los checos por regla general están orgullosos de su paisano praguense y lo consideran uno de los suyos. Al hablar del tema, no suelen tampoco olvidarse de señalar que tantas situaciones absurdas y giros de la acción dramática con autoridades de cualquier tipo como aparecen, por ejemplo, en El proceso despiden el fulgor típico propio del funcionariado checo, visible todavía hoy con frecuencia en Praga (o mismamente al principio del presente texto). También es checo el apellido Kafka: según la explicación al uso, es la transcripción fonética del término checo “kavka”, que significa “grajilla”, un tipo de ave.

Por descontado, existe una vinculación directa entre Kafka y la comunidad judía, y no solo la de Praga. Aunque Franz Kafka no se encontraba entre los asiduos de la sinagoga, se declaraba de religión judía y, durante algunos años, defendió, incluso activamente, ideales sionistas y concibió el deseo de viajar a Palestina, aunque probablemente fue más por razones de salud que religiosas. En cualquier caso, no puede discutirse que la comunidad judía de Praga y Franz Kafka son una pareja inseparable. Pero ¿quería Kafka también pertenecer a ella? Sería probablemente osado manifestarse claramente al respecto; de hecho parece que ni el mismo Franz Kafka sabía responder esta pregunta y que buscó la respuesta durante toda su vida. Así, el 8 de enero de 1914 escribía en su diario: “¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas tengo algo en común conmigo mismo, y lo mejor sería quedarme totalmente en silencio en un rincón, satisfecho de poder respirar”.

¿De quién es, entonces, Franz Kafka? Que no quiso que su obra le perteneciese a nadie más que a él mismo es un hecho sobre el que no caben muchas especulaciones. La voluntad que Kafka, en estado febril, manifestó por escrito a su amigo Max Brod el 29 de noviembre de 1922 era más que clara: de todos sus escritos, debían conservarse solamente La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural y el relato Un artista del hambre. El resto de su obra tenía que quemarse sin excepción tras su muerte.

Max Brod, como sabemos, incumplió la voluntad de Kafka. Y ese mismo incumplimiento han mostrado hasta hoy alemanes, checos, austriacos y judíos, y también el dueño de una tienda de souvenirs situada en un intrincado callejón de Praga y el resto del mundo entero. Todos ellos imprimen, venden y (afortunadamente también) leen obras no solo de Kafka, sino también sobre Kafka. Aunque hayan pasado ya cien años desde su muerte, el acontecer en torno al célebre escritor praguense se asemeja a una carrera en la que científicos y científicas de la literatura compiten por examinar con lupa hasta los detalles más nimios de su vida. ¿Quiere eso decir entonces que Kafka pertenece a todo el mundo? Hasta cierto punto, quizá sea así: tal es el destino de las celebridades, también de las que nunca desearon hacerse famosas. Pero, si es que Kafka pertenece alguien, entonces en primer término se pertenece a sí mismo. Y ello aun cuando él, probablemente, habría tenido sus dudas al respecto.

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