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Exageraciones
¿Fue Kafka una “drama queen”?

¿Fue Kafka una “drama queen”?
¿Fue Kafka una “drama queen”? | © Jared Subia / Unsplash

Ya se tratara de su peso, su salud, el complejo paterno o dudas sobre su talento literario, Kafka era una persona con muchos “issues”, que supo describir en sus obras, su correspondencia y sus diarios de manera gráfica y emotiva O BIEN con mucha carga emocional. ¿Podría decirse que en algunos casos quizá llegaba a exagerar un poco y que, usando el léxico actual, se podría denominar al célebre escritor praguense un teatrero, una “drama queen”? Juzgad personalmente.

De Tomáš Moravec

“Cuando lo pienso, tengo que decir que mi educación me hizo mucho daño en ciertas direcciones”, escribía Kafka en su diario poco antes de cumplir veintisiete años (1910). En aquel momento aún faltaba mucho para que escribiese su célebre Carta al padre, que nunca llegó a enviarse, esa acusación literaria contra su padre, el próspero comerciante Hermann Kafka (Kafka llenaría esas 103 páginas manuscritas nueve años más tarde). Pero es claro que en el joven bullía ya desde mucho atrás una sensación de injusticia.

¿Exageraba? A sus veintisiete años, Franz Kafka era un joven de éxito, doctor en Derecho, que disfrutaba de una profesión prestigiosa y reconocimiento social. Es verdad que su círculo de amistades era pequeño, pero sólido (pasaba agradables veladas con su amigo Max Brod en Praga o viajando por Italia), y tampoco estaba ausente de su vida el amor. Aun así, tenía muchas cosas que reprochar a bastantes personas: “Este reproche afecta a una serie de gente, como son mis padres, algunos parientes, personas concretas que visitaban nuestra casa, distintos escritores, una cocinera con nombre y apellido que estuvo llevándome a la escuela todo un año, una panda de profesores... En pocas palabras, es un reproche que serpentea por la sociedad como una daga”.

Durante toda mi vida he estado muerto…

Donde unos ven exageración indudable, otros ven una libertad artística que busca dotar de énfasis las ideas y palabras propias. Pasados ya veinte años de aquello, Kafka escribía por ejemplo a su amigo Max Brod: “Durante toda mi vida he estado muerto y ahora me voy a morir de verdad. Mi vida ha sido más dulce que la de los demás; tanto más terrible será mi muerte”. No, no estaba amenazando con suicidarse, sino más bien dramatizando su descontento con su quehacer literario: “El escritor que hay en mí morirá de inmediato, por supuesto, pues un personaje así no tiene un suelo, no tiene continuidad, no está hecho ni siquiera de polvo…”.

Se trata, sí, de frases, citas y pensamientos desligados del contexto de la vida de Kafka, y estaría equivocándose quien sacara de estos fragmentos cualesquiera conclusiones de principio. Resulta interesante, en cualquier caso, comprobar cómo semejantes “exclamaciones dramáticas” recorren como un hilo oculto sobre todo la correspondencia personal del autor. “Tal como soy, me está permitido vivir el mínimo necesario”, escribió por ejemplo Kafka con treinta años a su prometida de entonces, Felice Bauer, y en un suspiro le confesaba así sus sentimientos para rechazarlos al momento con dramatismo: “me enfurezco hacia dentro, me atormento solamente en cartas, pero, tan pronto vivamos juntos, seré un idiota peligroso al que habría que llevar a la hoguera. ¡La que liaría yo! ¡La que tendría que liar yo! Y, si no liara ninguna, sería que estoy ya perdido del todo, porque eso iría contra mi naturaleza, y quien estuviera conmigo estaría también perdido”.

¡Estoy engordando…!

Pero no nos quedemos en la oscuridad de estos chillidos existenciales: en los diarios de Kafka encontramos también pruebas de que se gustaba a sí mismo, o, mejor dicho, de que sabía valorarse: “... y aunque sea tan bajito y esté algo gordo, le gusto a muchas personas, entre ellas también muchachas. Eso no tiene discusión”, dejaba por escrito en su diario en el ya mencionado año de 1910. “Y, para terminar, una dijo aún algo muy razonable: ‘Ay, si llegara yo a verlo a usted desnudo, entonces sí que sería usted una ricura como para darle besos’, dijo”. Y, sin embargo, Kafka –lo han adivinado ustedes– echaba a todos quienes lo habían educado la culpa de que él, pese a su belleza objetiva, estuviera subjetivamente tan descontento en general con su cuerpo y su aspecto.
A fin de cuentas, el físico fue siempre para Kafka un tema de importancia: “A pesar del insomnio y el dolor de cabeza, estoy engordando, no tanto como mi jefe, pero sí en la correspondiente magnitud subordinada”, escribió Kafka el 20 de julio de 1917 a su prometida Felice Bauer. En la misma carta contaba también con sinceridad por qué estaba tan gordo: “Menú de ayer: a las 10:30 h: 2x leche, miel, 2x mantequilla, 2 panecillos; 11:00 h ½ kg cerezas; 12:00 h fiambre de cerdo, espinacas, patatas, pasta dulce de vainilla, panecillo; 3:00 h tazón de leche, 2 panecillos; 5:00 h chocolate, 2x mantequilla, 2 panecillos; 7:00 h verdura, ensalada, pan, emmental; 9:00 2 pasteles, leche”, y terminaba añadiendo simplemente “¿Y ahora?”. Ahora supongamos, pues, que la paciente Felice se alegró del apetito de su prometido en vez de preocuparse por su sobrepeso. Sea como fuere, ya tenía experiencia personal con las exageraciones de Kafka. En fecha tan temprana como febrero de 1913, a los seis meses apenas de conocerse, Kafka, sobreactuando quizá un poco, la había advertido de lo que la aguardaba en su relación con él: “Soy una persona bastante desdichada, y tú, queridísima, tendrías que estar ya apercibida para que aportes algún equilibrio a una desdicha tan grande”.

Y todo lo demás quemarlo sin excepción

La correspondencia de Kafka con Felice (le escribió en torno a 500 cartas) nos basta para encontrar abundantes exclamaciones con la misma emotividad o bien la misma carga emocional. De lo que Felice (puede suponerse) no se llegó nunca a enterar fue del motivo principal para el compromiso de matrimonio, tal como Kafka escribía en su diario al año de haberse conocido: “Incapacidad de soportar la vida solo, no una incapacidad de vivir, sino todo lo contrario: es incluso inverosímil que yo aprenda a vivir con alguien, sino que soy incapaz frente al acometer de mi vida, los requerimientos de mi propia persona, el ataque del tiempo y de la edad, el vago presentarse de las ganas de escribir, el insomnio, la cercanía de la locura: todo eso soy incapaz de soportarlo solo. Quizás, añado, por supuesto. El enlace con F. dará a mi existencia más fuerza para resistir”.

¿Exageraba, o es que se conocía a sí mismo demasiado bien? Tras cuatro años en los que ambos se prometieron en matrimonio dos veces y dos veces se separaron, la relación se terminó y Felice, al poco tiempo, tomó a su cargo equilibrar la dicha en la vida del hombre con quien se acababa de casar, el apoderado bancario Moritz Marasse.

¿Y Kafka? No se quedó solo, sino que, en los últimos años de su vida, marcados por la enfermedad, encontró amor y ayuda en Dora Diamant. La había conocido en 1923 durante unas vacaciones en el Báltico, a los pocos meses de haber escrito la que quizá fue su carta más dramática. Iba dirigida a su amigo de toda una vida, Max Brod, y en ella un Kafka enfermo pedía –y exigía– la destrucción de su obra póstuma: “De todo lo que he escrito valen solamente los libros Condena, Fogonero, Metamorfosis, Colonia penitenciaria y Médico rural y el relato Artista del hambre... Al decir que esos 5 libros y el relato valen no estoy diciendo que yo tenga el deseo de que sean reimpresos y se transmitan a épocas futuras, al contrario: si se perdieran por completo, ese sería mi deseo genuino. Únicamente es que, pues están ya ahí, no quiero impedir a nadie conseguirlos si le apetece. Por el contrario, todo lo demás que conservo escrito... prefiero que sea quemado sin ser leído y sin excepción, y que ello se lleve a cabo lo más pronto posible”.

Como ya sabemos, no se quemó nada, ni siquiera las cartas a Milena Jesenská, que tenían un carácter muy personal y cuya destrucción pidió Kafka a Brod expresamente en la carta mencionada. Y de este modo hoy podemos leer todas estas postales, entradas de diario y apuntes para uso privado, que con seguridad no estaban destinados a miradas ajenas, y preguntarnos qué tipo tan extraño era Kafka. Y asombrarnos de lo bien que sabía exagerar.

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