Acusados muchas veces de superstición y charlatanería, los chamanes defienden sus tradiciones como actos de mediación y de comunicación con nuestra parte espiritual más profunda y olvidada. Un salto de fe. ¿Acaso no lo son todas las religiones?
En las calles del centro histórico de Lima, en el barrio de Catemaco (en Veracruz), en la periferia de Bogotá, una raza de magos altera sistemáticamente los destinos de la raza humana. Se trata de los chamanes, “los que saben”. Últimos depositarios de conocimientos milenarios que han sido transmitidos de generación en generación o encantadores de serpientes, los chamanes del S. XXI en Latinoamérica representan algo así como la acumulación sincrética de innumerables tradiciones y creencias. Desde antiguos rituales mayas o misteriosos cultos pre incas que, como en un cuento de H.P. Lovecraft, eran capaces de despertar a los “apus” —las montañas-dioses—, de dialogar con los astros, de hacer volver a “los antiguos”. Los chamanes son palimpsestos humanos sobre los que se inscribe un poder oscuro o luminoso según el tipo de “amarre”, el tipo de “limpia” al que te sometas, y tú puedes contratar sus servicios. Ellos te ayudarán a enganchar a tu ser amado, a hacer prosperar tu negocio, a asegurar el éxito de tu empresa. También pueden ayudarte a destruir a tus enemigos: los “maleros” te harán bailar sobre sus tumbas.
La provincia de Huancabamba (Piura), en la sierra norte del Perú, es el territorio chamánico por antonomasia. Hacia allí se dirigió el fotógrafo Roberto Cáceres (Lima, 1974) para intentar capturar lo inasible: la atmósfera entre truculenta y lúgubre, entre mística y lisérgica, de sus lugares de trabajo.