Ciudad de México  El muro y el manantial

Muro de la construcción en la Avenida Aztecas
Primera intervención de la Asamblea sobre el muro de Aztecas 215, en marzo de 2016. © Foto: Asamblea General de los Pueblos, Barrios, Colonias y Pedregales de Coyoacán

Un mural se convirtió en un espacio de denuncia y expresión para una comunidad que reclama su derecho al agua, frente a un desarrollo inmobiliario, al sur de la Ciudad de México. Como el agua que brota invisible desde el subsuelo de la obra, la apropiación del tapial que la delimita ha sido incontenible.

El manantial

Al sur de la Ciudad de México, entre Tlalpan, Ciudad Universitaria y los Pedregales de Santo Domingo, a unos 10 metros bajo tierra, se extiende una capa de roca volcánica que cubre un radio de 80km2 de extensión. Está hecha de lava que hace 1700 años escurrió desde el cráter del volcán Xitle hasta sedimentarse. Esta capa rocosa absorbe el agua que se asienta en las pocas áreas verdes de esta porción de ciudad (los prados del bosque de Tlalpan y la reserva del Pedregal de San Ángel) hasta llenar sus poros de líquido como si fuera una enorme esponja. Hace unas décadas, sobre esta capa de roca y agua se construyeron los pueblos de Los Reyes, La Candelaria, Ajusco, Santo Domingo, Santa Úrsula y Ruiz Cortines, mientras a su alrededor se trazaban calles y avenidas que fueron conectando la zona sur a las demás aristas de esta metrópolis.   
 
En marzo de 2015, en el número 215 de la Avenida Aztecas (una de las vías que atraviesa a estos conglomerados de roca cubierta por ciudad) se inició un desarrollo inmobiliario. Este, al día de hoy, resalta desde lejos como un objeto ajeno al tejido urbano formado años atrás por los pueblos que lo circundan: tres torres, 377 departamentos y 683 cajones de estacionamiento. Para erigirlo, se comenzó por excavar las capas superficiales de arcillas y otros materiales que aíslan el agua de la superficie de la tierra, hasta alcanzar estratos más firmes donde pudieran abrirse sótanos y bajo estos, los cimientos. Al perforar la piedra volcánica con el acero de las máquinas, y como quien exprime una esponja henchida, brotó el agua.
 
Así, en los terrenos de una construcción y sobre una de las avenidas más transitadas de la zona sur de la ciudad, se formó un manantial.
 
A medida que el agua emergía de este nuevo afloramiento, las obras siguieron su avance. Las excavaciones se hicieron más profundas, las columnas se levantaron y el cemento fraguó. El agua, entretanto, brotaba incontenible. La constructora, priorizando el progreso sobre la realidad del subsuelo, bombeaba constantemente el flujo hídrico hacia el drenaje más cercano, en un esfuerzo por secar, borrar y ocultar tanto el acuífero somero formado por ese conjunto de agua y roca como su punto de salida.

La Asamblea

A comienzos de 2016, un grupo de vecinas y vecinos de los barrios notaron un camino de mangueras que corría desordenado desde el interior de la obra que estaba levantándose en Aztecas 215, hasta las coladeras que estaban al margen de la calle. El agua corría ininterrumpidamente de un extremo al otro. La obra, por su parte, transcurría tras un tapial de madera de triplay de dos metros de altura.
 
Desde hace una década, las demandas hídricas de este conjunto de pueblos no se han suplido por las autoridades que ahí gestionan el agua. Algunas vecinas y vecinos tienen que desplazarse regularmente a las oficinas del Sistema de Aguas de Ciudad de México (SACMEX) a reclamar pipas para con ello cubrir sus necesidades, tras horas de espera y tránsito. Mientras tanto, ahí en la calle, el agua que llenaría cientos de pipas salía cada segundo de la construcción para luego desaparecer por las rendijas del drenaje. Agua en abundancia en un lugar desabastecido.

Al observar esto, varias personas de los barrios circundantes comenzaron a congregarse frente a ese muro de madera que separaba a la obra de la calle. Retiraron los carteles publicitarios que lo revestían, dejando las tablas descubiertas. Llegaron 10, 20, 50, luego 80 vecinas y vecinos a plantarse frente al tapial. Algunas personas se apostaron en la acera para proteger el perímetro del muro. Otras comenzaron a pintarlo de azul, de extremo a extremo: la madera ahora era del color del cielo despejado cuando se refleja sobre el agua quieta. Las bombas de agua resonaban adentro. Afuera, se hinchaban las mangueras en su recorrido al caño. 

En el curso de unas pocas horas que transcurrieron entre las 4 p.m. y las 9 p.m. del 25 de febrero de 2016, el tapial ya se había convertido en un espacio de denuncia y expresión de los sentires de los pueblos: “tomar agua nos da vida”, “tomar conciencia nos da agua”, “aquí tiran el agua de manantial al caño”, “la tierra para quien la cultiva, los pedregales para quien los habita”. Un cerramiento de obra era ahora un canal de comunicación entre las personas congregadas y los transeúntes, quienes podían leerlo al pasar frente a la banqueta de la avenida Aztecas. Este muro, además, se iría transmutando en muchos otros muros posibles en los meses subsecuentes.

Frente a esta barda transformada, cabe anotar, los pueblos se unieron y organizaron en la Asamblea General de los Pueblos, Barrios, Colonias y Pedregales de Coyoacán.  

El muro

Muro-mensaje, muro-ventana, muro-altar, muro-aula, muro-foro, muro-campo de batalla. La superficie de este tapial ha sido muchos muros distintos desde febrero de 2016 hasta el día de hoy. En el curso de estos años, además, su misma estructura ha cambiado de forma, altura, extensión y soporte: madera, metal, metal coronado por alambre de púas, cemento y hierro. Al cambiar de la madera blanda al metal y luego al hormigón, se fue fortificando como una materialización de las tensiones entre quienes ven el manantial emerger desde un enorme manto acuífero y quienes ven, por el contrario, un cúmulo de aguas residuales que es necesario desplazar para abrirle campo al desarrollo de la ciudad.  
 
Después de este primer mural comunitario, entre abril y diciembre de 2016, la Asamblea organizó un plantón frente a la construcción de la avenida Aztecas, el cual visibilizó sus denuncias y activó el tapial de múltiples modos. Entre estos, las vecinas y vecinos abrieron una ventana en medio del muro que permitía ver a través de la estructura un cuerpo de agua que atraía distintas formas de vida. Proyectaron imágenes sobre su superficie, usaron las maderas como pizarrón para talleres, acogieron en él las denuncias de otros movimientos sociales, levantaron carpas, construyeron altares y expandieron el muro hacia la banqueta con pintura, objetos y acciones que se superponían unos a otros.
 
El 5 de diciembre de 2016 el plantón fue desalojado. El tapial, en lo sucesivo, fue mutando su estructura: fue reemplazado por la constructora, luego tumbado por cerca de 800 vecinas y vecinos, después de esto reemplazado por un bardal de láminas de hierro y posteriormente reconstruido como el muro de una construcción arquitectónica. En estos ascensos y descensos y gracias a la acción persistente de los miembros de la Asamblea, el muro cambiaba de color con el curso de los meses. Sobre él reaparecían con insistencia textos e imágenes, carteles e íconos. Como el agua que aún brota invisible desde el subsuelo de la obra, su reapropiación fue irrefrenable.

La Asamblea fue contrarrestando el progresivo endurecimiento de las posturas de los desarrolladores y entidades de gobierno con una serie de acciones de ablandamiento de esa superficie vertical y crecientemente rígida.

Estas acciones, más que producir murales, emergieron como prácticas expandidas, estalladas, desbordadas de toda categoría artística tradicional. Enlazaron el adentro y el afuera; vincularon el abajo (esa esponja llena de agua) y el arriba (el manantial, la gente, la calle, los barrios, el cielo); articularon el pasado de los pedregales, su presente y posible futuro. En ello, el muro que resguarda aún la obra de Aztecas 215 se transformó en un espacio de experimentación para la lucha social, la imaginación política y la defensa de la vida.

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