Basada en una historial real, la miniserie de Netflix El código de la discordia narra cómo dos programadores alemanes acusaron a Google de violación de patente argumentando que Google Earth se había apropiado de su prograrma Terravision desarrollado en los años noventa. La serie convierte el caso en un apasionante y aleccionador drama judicial, una especie de parábola que yuxtapone dos líneas temporales para marcar el contraste entre los sueños utópicos de los años noventa y la desilusión que rodea hoy a las Big Tech.
El primer episodio le plantea al público una situación interesante. En la Berlín de comienzos de los noventa, el joven Carsten Schlüter (Leonard Scheicher), un estudiante de arte con ambiciones visionarias pero sin recursos, se asocia con el joven Juri Müller (Marius Ahrendt) para crear Terravision, un programa de mapeo 3D global. Los dos se complementan entre sí, ya que Müller es un hacker de medio tiempo cuyo talento para la programación supera con creces sus habilidades sociales. Casi infantiles en su entusiasmo, a ambos los une el sueño común de una Internet que anule las fronteras y los conflictos (la ingenuidad de nerds informáticos se refuerza con unos cortes de pelo espantosos y la poca consciencia que tienen al respecto).
Pero en un tiempo paralelo, aproximadamente en 2017, Schlüter (Mark Waschke) y Müller (Mišel Matičević), ya maduros, declaran por separado en una sala de reuniones de un estudio jurídico. El ambiente es tenso, la iluminación recuerda a un interrogatorio policial sacado de un viejo film noir, y cada vez que la contraparte abre su boca el cuarto se convierte de inmediato en un estanque de tiburones. Schlüter y Müller parecen haber sido golpeados por el paso del tiempo, y además, es evidente que hace mucho que no se hablan. El espectador forzosamente se pregunta qué pasó con los dos antiguos amigos y sus gloriosos ideales de los años noventa.
Del desierto a la tierra de oportunidades
Auténticos berlineses, los jóvenes Carsten y Juri suelen intercambiar ideas en un puesto de comida turca en medio de un desierto urbano. Por el lugar, se supone, antes pasaba el Muro y ahora es un territorio que nadie reclama y en el que puede ocurrir cualquier cosa. Una vez que gracias a su proyecto Terravision se vuelven emprendedores de modo inesperado, se establecen cerca de la avenida Ku’damm, muy cerca de la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm (un potente símbolo de la historia que esa generación quiso quitarse de encima). Pero es cuando visitan las oficinas de Deutsche Telekom en búsqueda de fondos que El código de la discordia revela su escenario más memorable: una sala grandiosa, bella y fea la vez, que no podría ser más evocadora de la Guerra Fría.
Esta Berlín gris y llena de siluetas borrosas, que late febrilmente al ritmo de una temprana música techno, tiene su contraste más estridente cuando Schlüter y Müller viajan por fin al soleado paraíso de Silicon Graphics en California. Allí la atmósfera es relajada hasta el hartazgo, por ejemplo, cuando empleados de bajo rango pasan cargando montones de dinero. Robert Thalheim, director, y Oliver Ziegenbalg, guionista, tal vez hayan exagerado un poco, pero así queda claro que debemos percibir el nacimiento de la cultura de las startups y lo alejada que está de la obtusa burocracia contra la cual deben luchar Schlüter y Müller en Alemania.
Es allí donde los dos alemanes conocen a Brian Andersson (Lukas Loughran), el programador, personaje que al comienzo parece un oso de peluche bohemio pero luego adopta rasgos diabólicos, a medida que va avanzando la serie. El ingenuo de Juri ve en Andersson un compañero de idealismo tecnológico y, de modo imprudente, comparte con él todos los detalles de su código para Terravision. Esto sienta las bases para la traición que frustrará el plan de negocios de Juri y Carsten, por no hablar de sus vidas.
El dinero lo cambia todo
En su demanda contra Google, Schlüter y Müller maduros (ahora profesor y jardinero, respectivamente) son un David que lucha sin apoyo financiero ni credenciales contra el Goliath mayor de Silicon Valley, y lo saben. La voz en off de Schlüter dice secamente: “Dos hackers alemanes que se enfrentan a una historia de éxito estadounidense. Ciertamente, las chances podrían haber sido mejores”. El juicio tiene lugar en Delaware: un raro momento de ligereza se produce cuando los dos alemanes, mientras aguardan nerviosamente en un bar cercano, llegan a la conclusión de que no soportan más lo que hoy en día se hace pasar por música country.
El código de la discordia nos cautivan más con cada episodio, y la tensión se acumula hasta el final. En el punto culminante del testimonio, Thalheim y Ziegenbalg hacen que el espectador aguarde ese triunfo de puños levantados al que los dramas judiciales nos tienen acostumbrados, pero sólo para después subvertir el cliché de modo brutal. Aunque está ligeramente ficcionalizada, la historia plantea verdades ásperas. Tal vez el público ame los finales reconciliadores, pero ¿alguna vez el capitalismo tuvo necesidad de esos finales?
Como infirme sobre los controvertidos orígenes de Google Earth, El código que valía millones está emparentado con Red social y su abordaje de Facebook. La historia de Schlüter y Müller es representativa de una historia más grande, la de la industria informática, y muestra cómo el optimismo de los noventa y la retórica utopista que alguna vez rodeó a Internet tienen hoy un matiz muy diferente.
Nosotros cambiamos para siempre el modo en que la gente ve el mundo. Nadie conoce nuestra historia. Pero eso está por cambiar…
El código de la discordia
El personaje de Carsten Schlüter está basado parcialmente en Joachim Sauter (1959-2021), pionero del arte digital. Para más información sobre Sauter, ver Art from the Future.
También puede leerse la semblanza de la agencia de diseño Art+Com Art and Communication blended into one.
El código de la discordia
Cuatro episodios, entre 58 y 77 minutos.
Creado por Oliver Ziegenbalg (guionista) y Robert Thalheim (director)
Elenco: Mark Waschke, Mišel Matičević, Leonard Scheicher, Marius Ahrendt, Lavinia Wilson, Seumas Sargent, Lukas Loughran