Historia contemporánea  Individualismo y mainstream

Porträt von Franz von Assisi © Shutterstock

El individualismo fetichizado del modelo de vida occidental, que se materializa en el consumo, puede considerarse una causa del cambio climático y de sus desastrosas consecuencias. Sin embargo, las raíces del individualismo se encuentran en la renuncia a los placeres mundanos, no en el consumo fetichizado. Hay una línea que va de la austeridad de las órdenes mendicantes medievales al exceso de nuestros días.

La constante exigencia de la satisfacción de todos nuestros deseos de bienestar, mientras alcance el carbono, se ha convertido en una obsesión global con las emisiones. Ahora, también los sistemas capitalistas autoritarios usan el consumo como paliativo para su propia población: ¿Quién con casa propia y camioneta llamaría a la revolución solo porque están violando un poquito los derechos humanos? Sin embargo, al analizarlo más a fondo, el individualismo no solo tiene orígenes sorprendentes, sino también facetas que están relacionadas con lo contrario al fetichismo del consumo y el bienestar: la renuncia total a toda pertenencia y la implantación del ideal de pobreza como absoluto.

Ascetismo

Hay planteamientos que inician la historia del individualismo con las escapadas antisociales de los ascetas del cristianismo temprano, al igual que con la tradición de renuncia mundana de las distintas corrientes del hinduismo: el individuo se extraía a sí mismo de las presiones y expectativas de la sociedad, ignoraba las demandas económicas que ésta le hacía y, junto con ellas, sus ideales, modelos de vida y valores. El sabio indio que renunciaba al mundo para dedicarse a la autorrealización espiritual tras una vida en sociedad lo hacía en la senectud. En el cristianismo temprano, por el contrario, los votos de ascetismo se hacían al inicio de la adultez, tras lo cual uno se retiraba al desierto, para convertirse en un ermitaño siempre al servicio de Dios.

La Iglesia en proceso de formación veía ese extremismo ascético con suspicacia, e intentó contenerlo al imponerles a los ermitaños la obligación de vivir en comunidades monacales, pero también los excomulgó y difamó como herejes. Sin embargo, al mismo tiempo —y aquí entra en juego la economía—, en cuanto se convirtió en iglesia de Estado, en el crepúsculo del Imperio romano, cambió las reglas del matrimonio: a partir de entonces, solo la percepción individual de los casados, el amor individual, sería lo decisivo para elegir pareja, y solo la Iglesia podría consagrar su unión de por vida (y nadie podría separarlos). Así se deslegitimizaron pretensiones provenientes de otras partes, en particular de posibles herederos: la Iglesia individualizó para poder aprovechar las ventajas económicas en caso de sucesión. (Que la individualización de la elección de pareja que ella misma inició le fuera a resultar una piedra en el zapato 2 mil años después fue algo que nadie se imaginó). Cuando algo le pareció económicamente provechoso, lo fomentó, mientras que lo combatía cuando amenazaba su institucionalización.

Salvación

Esto provocó querellas constantes entre el clero y los fieles hasta finales de la Edad Media y la llegada de la Reforma, pues, a partir de la individualidad de su experiencia de fe, los creyentes se creían con derecho a sacar sus propias conclusiones de las lecciones bíblicas. El ejemplo mejor conocido quizá sea Francisco de Asís (1181/82-1226), un joven noble proveniente de la ciudad úmbrica que se volvió famosa gracias a él. Él renegó abiertamente de su padre, se despojó de sus vestimentas en la plaza del mercado para seguir "desnudo al Cristo desnudo" y se enfrentó a partir de entonces a la Iglesia de Roma, pues renunciaba a toda pertenencia mundana con un radicalismo militante.

Francisco se consideraba sucesor de los apóstoles y metió a la Iglesia —que a fin de cuentas también provenía de un apóstol, Pedro— en muchas dificultades, pues le exigió que explicara cómo se justificaba su riqueza mundana si Cristo había venido al mundo para librarnos precisamente de eso, de la existencia mundana e inevitablemente pecaminosa. Cristo lo había hecho por un lado muriendo en la cruz, pero también lo haría en su regreso futuro, la parusía. Sin embargo, esa segunda llegada de Cristo no había ocurrido aún... y la seguimos esperando. ¿Cómo se imaginaba Francisco que sobreviviera una persona sin pertenencias? La respuesta: no importaba. Con ayuda de un complejo constructo teológico, Francisco se presentó como un segundo Cristo que superaba al primero y que, por lo tanto, volvía superflua su redención, que no dejaba de retrasarse. Se había cumplido el plazo, había llegado la salvación, los hombres vivían en estado de gracia: las pertenencias mundanas eran superfluas, carecían de valor y provocaban la condena eterna, pues el mundo y vivir en él no tienen sentido cuando uno ya está salvado. Ya no había nada que esperar. La gracia había llegado. Se había cumplido el plazo.

Sin embargo, obviamente, el tiempo no se detuvo, y los franciscanos (al igual que los cistercienses y los dominicos) quedaron confrontados con la paradoja de que ellos, que predicaban (y practicaban) la renuncia, se habían convertido en la orden más rica de la Edad Media. Ya que los fieles medievales veían que era posible comprar la salvación de sus almas por medio de donaciones a las organizaciones más estrictas y radicales en su dedicación al servicio de Dios y del prójimo, encontraron la solución al problema de cómo pasarla genial durante su tiempo en la Tierra y a la vez asegurarse la vida eterna: con dinero.

Fue precisamente contra esa economía contra lo que protestó Lutero. Para él, el tráfico de indulgencias, con el cual uno podía librarse de sus pecados mediante donativos y limosnas, era una perversión difícil de superar. Por otro lado, Lutero también puede ser comprendido como la individualidad encarnada, como se puede ver no solo en sus enseñanzas, sino también en una cita famosa, que por desgracia es inventada: se dice que en la Dieta de Worms, el 18 de abril de 1521, el emperador Carlos V le exigió que se retractara de su doctrina, pero él se negó, diciendo: "Aquí estoy; nada más me es posible".

Consumo

Curiosamente, el argumento del emperador contra Lutero era que oponerse a la opinión mayoritaria, válida desde hacía más de mil años, era una locura. Con ello puso sobre la mesa lo antisocial de la decisión individual, de apelar únicamente a la conciencia y a la propia experiencia religiosa. Y la broma sigue siendo la misma ahora, solo que ya no se relaciona el individualismo con lo antisocial para enaltecer una narrativa heroica de resistencia individual contra la sociedad mayoritaria represora, sino que quedó reducido a una ignorancia banal del bien común. Lo sagrado ya no yace en la renuncia a lo mundano, sino en un hedonismo desatado, en una promesa de sacralidad interna e individualizada, satisfecha mediante el consumo. La oposición entre individualismo y sociedad quedó resuelta cuando el individualismo se convirtió en la ideología dominante en la sociedad. El individualista ya no es un miembro de la resistencia, sino el conformista del mainstream, el participante perfecto de la sociedad. Y el estado de gracia es ir a 250 km/h en camioneta por la carretera, la salvación es mi pantalla LED de 65 pulgadas, la parusía es regresar todos los años al paraíso vacacional de Bali.

Entre el exceso de nuestra época y la austeridad invivible de las órdenes mendicantes de la Edad Media (o la renuncia al mundo de los renouncers en vísperas de su muerte) sería deseable encontrar un justo medio aristotélico, un compromiso de aburrida sensatez, de modestia y prudencia pequeñoburguesas ante la necesidad de una renuncia que llegue sin dramatismo. Si hay el menor indicio de que sea de ayuda dejar algo, hay que dejarlo. Aunque solo sea porque hacer lo correcto es lo correcto y hacer el bien es bueno.

 

Recomendaciones

  • Louis Dumont, Essays on Individualism, Chicago 1986.
  • Jack Goody, The development of the family and marriage in Europe, Cambridge 1983.

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