Alia Trabucco Zerán  Descentrada

Descentrada © Wilson Borja

La escritora chilena escribe sobre su estrabismo infantil y sobre cómo él le abrío la puerta a “otra perspectiva”: a imágenes e ideas maravillosos invisibles para el resto de personas.

Una rebeldía ocular. Eso es el estrabismo. Los ojos se rehúsan a dirigirse simultáneamente al mismo lugar. Distraído, porfiado, el ojo izquierdo se desvía. Y cuando al fin logra centrarse, es el derecho el que se va. Estrabismo bilateral. Dos ojos disidentes.

El parche, en mi niñez, era una tarea conjunta. A veces mi mamá se arrodillaba, otras veces, mi papá. La instrucción era sencilla: quedarme quieta, cerrar el párpado y aceptar mi destino como pirata. Un ojo quedaba ciego, encarcelado allá dentro. Mientras el otro, vigilante, era forzado a enfocar. Mi problema era común, aunque también un poco extraño. En los niños estrábicos el cerebro suprime la imagen del ojo más débil. Aunque ese ojo sí ve, el cerebro niega lo mirado. En mi caso, en cambio, ambos ojos eran débiles. O mi cerebro, pertinaz, acogía igualmente su visión. La del ojo izquierdo, descarriado, era bien recibida. La del ojo derecho, incorregible, llegaba a buen puerto también. Ese era el mundo para mí, sin un centro, sin un foco. Y desde mi perspectiva extraviada, otra realidad se expandía: ahí estaba mi hermano y de su pecho brotaba un jazmín; allá mi mamá que atravesaba una puerta cerrada; y mi papá, algo más lejos, con una ventana abierta en su frente. Un mundo único, improbable, milagroso y mío. Un escenario que se desmoronaba con ese parche adherido a mi ojo. Con el párpado cerrado ya era imposible escapar, mientras el ojo libre debía conformarse con ver la triste realidad.

Yo odiaba enfocar. Prefería mi punto de vista. Así que cuando nadie me veía, me quitaba el parche y lo volvía ajustar, esta vez algo más suelto. Solo entonces, en secreto, empezaba otro de mis juegos preferidos: cerrar el ojo libre, abrir el prisionero y ver dentro de la casa del ojo ese paisaje blanco y almidonado. Otras veces, con los dos abiertos, superponía las visiones discordantes: mi mamá envuelta en algodón, mi hermano envuelto en algodón, la calle envuelta en algodón. Mi cerebro nunca quiso o nunca pudo suprimir la imagen descentrada. O yo siempre preferí la deriva; algodonar la realidad.

Tal vez mi estrabismo infantil anticipaba un precoz deseo de fuga. Irme a un paisaje imposible. Mirar distinto, más allá. Y crear en mi rostro una mirada que no es posible sostener. Porque el que encara al estrábico nunca sabe qué ojo mirar. Y debe convivir con la duda de si le devolverán la mirada.

Aunque insistente, mi estrabismo mejoró con los años. Parches, ejercicios y la insistencia de mi familia: “Alia, el ojo”. Ese ojo distraído. Los músculos perezosos aprendieron con el tiempo a enfocar. Puedo sostener una mirada. Esquivarla. Forzarla. Pero cuando estoy muy cansada, cuando me voy a enfermar y, sobre todo, cuando me siento a escribir, el ojo izquierdo, el rebelde, me abandona y se fuga. Allá lejos sigue esperando la otra perspectiva. La escritura. El deseo. La imagen negada. Y yo, de inmediato, me rindo a ese desvío y dichosa retorno a la vasta visión de mi niñez.

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