En la literatura latinoamericana, el “macho”, así como una de sus variantes, el “lacho”, tienen un papel central. Estos arquetipos se enfrentan a otro: el de la mujer fuerte que evade el poder masculino. ¿Cómo se relacionan estas figuras?
La palabra “macho” –que, sin dudas, remite a una figura masculina prototípica del espacio latinoamericano– rima con otra: “lacho”, un término usado ante todo en Chile y Perú, y que es una especie de inversión negativa del macho. El macho encarna usualmente una hombría hiperbólica, una masculinidad que se soslaya en su superioridad y su poder incuestionables. El lacho, en cambio, es una figura atravesada por ciertas contradicciones. Comparte con el macho su supremacía frente a la mujer, pero subraya una característica que el macho muchas veces oculta: su falta de compromiso. El lacho es una especie de nómada amoroso, un Don Juan latinoamericano: va de mujer en mujer, de casa en casa, dejando hijos desperdigados. Un lacho no es un “hombre de su casa”, sino uno que se va instalando, por temporadas, en diversos hogares, liderados por distintas mujeres. No es marido, ni padre. Éstas solo son posiciones que ocupa por tiempo limitado. El lacho es el que sale a comprar cigarrillos y no regresa. Es el padre que no paga los alimentos que debe a sus hijos e hijas, es decir a los “huachos” –otra rima más en el vocabulario andino–, niños sin padre que los reconozca; un hombre que se desentiende de sus deberes maritales y paternos. El lacho, además, es el hombre que insiste en su carácter de macho, cuando lo llaman a asumir responsabilidad. Pues ni el lacho ni el macho rinden cuentas a nadie.El “lacho” y las complejidades de la feminidad latinoamericana
La antropóloga chilena Sonia Montecino, en Madres y huachos –un libro influyente en las ciencias sociales latinoamericanas en la década de 1990–, interpretó la figura del lacho como clave para comprender ciertos rasgos de la cultura latinoamericana. Desde la Conquista española, sostiene Montecino, aparece el hombre-conquistador que llega, pero no se queda. Es el español que dejó a una mujer, a una familia en la madre patria, pero que tiene sus “necesidades”. Es, por lo tanto, potencialmente un hombre de varias mujeres y varios hogares, de huachos desparramados por el mundo. La figura del lacho, según Montecino, se puede rastrear en diversas producciones culturales latinoamericanas, pues se convierte en una constante social durante la Colonia y más tarde, tras la Independencia de los países latinoamericanos de la corona española.En la novela El roto, escrita en 1920 por el chileno Joaquín Edwards Bello, se trazan las coordenadas del lacho a partir de la figura de Fernando, quien se instala temporalmente en casa de Clorinda, madre del protagonista, Esmeraldo. El padre de Esmeraldo es un borracho que está en la cárcel, Clorinda administra un prostíbulo, y Fernando, su amante, va y viene como le place, sin responsabilizarse ni por los sentimientos de la mujer ni por el hijo postizo que crece a su lado. Es aficionado al juego, al alcohol y a las mujeres. Cuando desaparece un día cualquiera, si bien hay tristeza y desolación, no hay verdadera sorpresa. Así son las cosas, así han sido y serán siempre, parece indicar la actitud de Clorinda. Tal como Fernando llegó, se fue.
¿Qué tipo de mujer es la que deja atrás el lacho? Es, de hecho, una mujer fuerte, autosuficiente, que puede valerse por sí misma. Una mujer que saca adelante su casa y a sus hijos. Quizás, podríamos especular, es una mujer desconfiada y en cierta medida desencantada del género masculino. Pero es también una mujer que sostiene a estos machos-lachos. Como suele decirse un poco maniqueamente en Latinoamérica: detrás de cada macho hay una mujer que lo hace posible.
Manifestaciones y enmascaramientos del poder femenino
¿Qué pasa con esta mujer, que asociamos a la cultura latinoamericana, que tiene “bien puestos los pantalones”, pero que, a pesar de ello, por lo general no derriba al macho y al machismo? Pareciera existir una contradicción entre esta idea –muy instalada en el imaginario colectivo latinoamericano– de una figura femenina fuerte, por un lado, y por otro la idea del macho, difícilmente negable en la cultura del continente. Por un lado, para nombrar solo dos ejemplos, están las Abuelas de la Plaza de Mayo en Buenos Aires o las mujeres que bailan la llamada “cueca sola” en Chile, en ambos casos para reclamar por los desaparecidos de las dictaduras en esos países. Y por otro lado están las mujeres que siguen dejándose tratar como objetos sexuales (también en las letras de reguetón, hoy en día uno de los productos de exportación más exitosos de Latinoamérica al resto del mundo).Pero volvamos a la literatura. En la novela El loco estero (1909), del también chileno Alberto Blest Gana, la heredera Manuela ha logrado declarar como loco a su hermano-rival Julián, teniéndolo encerrado y sin posibilidades de hacerse cargo de los bienes familiares. Además, la fuerza y energía de Manuela han desplazado a su marido, un alma romántica y neurasténica, a la lectura en el jardín, donde se consuela con novelas de solitarios aventureros. Para sellar la prueba de que es ella quien manda, ha aceptado a un oficial de gendarmería como amante, aliándose de este modo con el poder efectivo. Este tipo de mujer –fuerte, empoderada, jefa de hogar, al mando no solo de los asuntos familiares sino también de los económicos– cuenta, al mismo tiempo, con una clara tradición en la literatura latinoamericana. Probablemente Doña Bárbara, la protagonista de la novela homónima escrita en 1929 por el venezolano Rómulo Gallegos, sea su ejemplo más paradigmático, una femme fatale poderosa e implacable. La mujer patrona de fundo que dispone de la tierra y de su gente.
Ahora bien, la presencia de un poder femenino no solo se muestra en la literatura latinoamericana con el rostro de la mujer que asume el lugar del hombre y lo feminiza. Se presenta además como una fuerza alternativa, un poder oculto, que trabaja desde la sombra, burlando el poder masculino tras sus espaldas. La escritora argentina Silvina Ocampo muestra en sus cuentos el complot femenino, las alianzas que las mujeres establecen para, sin que los hombres se den cuenta, salirse con la suya. También en obras del escritor argentino Manuel Puig son las mujeres las que, engañando el poder del hombre, dejándolo creer que sigue teniéndolo, hacen y deshacen según sus gustos y necesidades. Una dupla muy prototípica de este tipo de complicidad es la de la madre y su hijo homosexual, quienes siguen haciendo creer al padre que todo sigue su curso “normal”.
Coexistencia del poder femenino y el orden patriarcal
Otros ejemplos de la representación de un poder femenino que pone en juego otros valores, otras estrategias distintas a las tradicionales, pero que al mismo tiempo deja intacto al poder masculino y al sistema patriarcal, podemos encontrarlos en libros de Isabel Allende o en la novela de la autora mexicana Laura Esquivel Como agua para el chocolate (1989), popularizada por el film homónimo. Allí ocurre algo particular: los espacios tradicionalmente femeninos –lo doméstico, lo culinario– se convierten en lugares desde los cuales se ejerce un poder. Este, no obstante, permanece invisible y para desplegarse conserva el sistema sexo-genérico dominante.Así, un recorrido provisorio rastreando figuras de mujeres y de lo femenino en la cultura latinoamericana nos muestra un horizonte complejo. Vemos la tradición de un poder femenino que ha tenido que arreglárselas con hombres ausentes y abandonadores, lo que las ha llevado a ponerse en el lugar de sostenedora de hogares y cabezas de familia. Y vemos por otro el innegable remanente de un fuerte machismo que no ha sido eliminado y que, al menos en parte, se sostiene por la puesta en escena de una fuerza propiamente femenina, que actúa sin mostrarse ni reclamar sus derechos.