La artista visual y autora de novelas gráficas Powerpaola ha recorrido Latinoamérica como viajera. Hablamos con ella sobre la distancia y la proximidad sentidas en el continente y sobre los retos emocionales que enfrentan actualmente los latinoamericanos.
Powerpaola, cuyo nombre es Paola Gaviria, es una dibujante y narradora que ha construido su vida y su carrera en diferentes lugares de América Latina. Nació en 1977 en Quito, creció en Cali, Colombia, estudió en Medellín, luego vivió en Francia y finalmente llegó a Argentina, después de atravesar Sudamérica por tierra. En Buenos Aires vive desde 2008, pero su vida sigue siendo itinerante. Durante esta charla, Powerpaola se encontraba en su apartamento en la capital argentina, donde había estado encerrada hasta entonces por más de 170 días como consecuencia de las restricciones por la emergencia del covid-19.La obra de Powerpaola tiene muchas facetas. Ella se describe como “historietista”, pero su trabajo, que es profuso y se inclina hacia lo literario, experimenta con técnicas y formatos que van del lienzo al afiche, del lápiz a la pintura, del libro y al cuaderno, y pasa por el muralismo, la novela gráfica, la conversación ilustrada y la bitácora de viaje. Entre sus libros más conocidos se encuentran las novelas gráficas autobiográficas Todo va a estar bien (2015) y Virus tropical (2011), que fue llevada al cine en 2017. En 2018, el Museo La Tertulia de Cali exhibió por primera vez su obra en la exposición De frente me escondo.
¿Qué dices cuando te preguntan de dónde te sientes?
Que me siento un poco de todos los lugares en que he vivido. Puedo ser quiteña porque nací ahí, puedo ser caleña porque crecí ahí, o porque recuerdo la brisa y la gente de esa ciudad, o puedo ser argentina porque ahora vivo en Buenos Aires. Pero, en realidad, no puedo decir de dónde soy. No siento apego a ninguna patria ni pertenencia a ningún lugar.
¿Y si la pregunta fuera si te sientes latinoamericana?
Eso es otra cosa. Yo tengo un amor particular por Latinoamérica y me siento latinoamericana sobre todas las cosas. Veo a los latinoamericanos, en especial a los que han vivido en muchos lugares, como los habitantes de un país del limbo: no se identifican con ningún lugar específico porque se han quitado de encima la necesidad de querer encajar.
¿Qué más podría definir a América Latina como ese “país del limbo”?
A los latinoamericanos nos une la diversidad, que se siente y se va transformando. Me refiero a algo tan cotidiano como la tortilla mexicana, que se vuelve pupusa en El Salvador y arepa en Colombia y Venezuela. También pienso en los acentos. Viajar a Argentina por tierra desde Colombia fue recorrer tonos de voz: uno salía de Oruro y se daba cuenta de que había llegado a Potosí porque de repente el boliviano que hablaban era otro. Esas son nuestras identidades y nuestras verdaderas fronteras, y las podemos cruzar sin problema. No sé si te has fijado, pero las fronteras físicas aquí a veces son un chiste: un puesto de control en una casita.
A pesar de esa idea de identidad desde el desarraigo, tu hogar desde hace doce años es Argentina. ¿Qué te ha hecho detenerte allá?
Aquí encontré una tribu, la de los historietistas. Y también sentí que aquí yo sí podía ser. Hay una clase media grande, que no está interesada ni en aparentar tener dinero ni en tenerlo y con la que puedes discutir una noche sobre política y al día siguiente no te va a odiar. Además, aquí viven muchos inmigrantes o descendientes de inmigrantes, y eso produce una gran apertura y me hace sentir cómoda y lejana del nacionalismo. No parezco molestarle a nadie.
Mi relación con Colombia es como cuando amas a una persona, pero sabes que estar con ella es tóxico. A veces me gusta pensar, por ejemplo, en una casita en la naturaleza en el Quindío. Pero cuando llego a esa casita choco con la realidad. En los años noventa, Cali tenía una mirada castradora: te reprimían si tenías el pelo de color o si te gustaban las chicas. Ser yo misma estaba mal. Yo viví con esa presión hasta que me fui del país y cada vez que regreso la vuelvo a sentir.
Buena parte del valor narrativo, casi literario, de tu obra tiene que ver con el desplazamiento, pero también con esa oscilación entre la distancia y la cercanía. ¿Cómo explicas ese entrelazamiento entre el arte y tu vida en particular?
El arte es mi refugio. Me ayuda a vivir el mundo desde el cuerpo y desde el inconsciente. Una parte de mi curiosidad tiene que ver con el diálogo, con la pregunta sobre cómo nos abordamos unos a otres. Muchas personas no tienen, no tenemos, las herramientas para acercarnos al otro. No sabemos cómo hacerlo, a pesar de que tengamos un idioma común. Me acerco a alguien que no conozco y me tropiezo con la dificultad de que es completamente otro. Yo he optado por ver esas situaciones como el descubrimiento de un mundo.
Tú tienes una serie de “Diálogos ilustrados” con otros artistas, hechos a cuatro manos, en cuadernos y diferentes lugares de América Latina. ¿Cómo lograste esa colaboración?
Aunque hubo también diálogos con artistas europeos, yo diría que esa obra es un encuentro cultural latinoamericano. Creo que en Latinoamérica es más fácil acceder al otro, a pesar de que venimos perdiendo esa capacidad. La gente se ve, toma mate y conversa. Eso es parte de la cultura y nos saca de la rueda de hámster. Para hacer esos diálogos la clave fue querer aprender algo del otro. Y aprendí mucho porque fueron más de doscientas conversaciones, en las que siempre busqué una coherencia en el texto y en el dibujo. Para hacer los dibujos, yo citaba a otro artista a un café para dibujar, y si esa persona trabajaba con tinta china, yo trabajaba también con tinta china. Entonces, surgían las diferencias y ahí es donde yo reconocía al otro. La otra persona me decía “Me gustaría tomar por acá”, y yo iba hacia allá. Esas conversaciones no estaban dirigidas, ni tenían reglas. Uno se iba entendiendo en el dibujo. De ahí nacía la cercanía.
¿Por qué dices que los latinoamericanos estamos perdiendo la capacidad de escucha?
La gente es cada vez más desconfiada, y eso es algo que se está expandiendo. Creo que tiene que ver con la guerra y el desplazamiento, con el miedo que producen las noticias, internet y las redes sociales. Los rituales con la familia y los amigues empiezan a desaparecer. Se rompen las redes de contacto, tan importantes en Latinoamérica, y vemos en el otro una fuente de daño. El miedo es el otro. Eso ha pasado en Colombia con Venezuela, y lo veo venir en otras partes. Hay menos solidaridad y más individualismo.
El encierro por cuenta de la pandemia ha sido algo común en toda América Latina. ¿Cómo has vivido estos tiempos y cómo crees que nos han afectado?
En 170 días de encierro no he visto a mis amigues, ni conversado con ninguno de ellos. Solo siento la tristeza de todos los que están cerca. Psicológicamente, es muy fuerte lo que está pasando. Como no hay contacto físico, ser escuchado no es fácil. La gente no tiene ganas de detenerse y conversar de verdad. Estamos todo el día frente a una pantalla y parecería que todo el mundo quisiera deshacerse de ella. Las relaciones virtuales tienen patrones muy extraños. Es triste pensar que todo lo que hemos construido podría terminar dependiendo de un algoritmo. Creo que hay que sentarse a conversar, que hay que manifestarse, con máscaras, como sea. Hay que insistir en el contacto. Es lo único que nos hace humanos, lo único que nos da felicidad. Yo a veces me pregunto qué lo hace a uno. ¿En qué consiste la vida, más allá de mi arte? Mi respuesta es que es el otro.
octubre 2020