Trabajo y ocio
Vagos: he aquí la ley para extirpar esta plaga

Vagos: he aquí la ley para extirpar esta plaga © Ilustración: Manuel Bueno Botello

Nuestros antepasados redactaron la Ley para corregir la vagancia en la Ciudad de México. Hoy, en pleno siglo XXI, pueden estar más que satisfechos de su empresa.

Daniela Rea Gómez

"Si alguna vez hubo una guerra entre el trabajo y el ocio, ha concluido, y no vencieron los vagos".
Contra la vida activa, Rafael Lemus

En el verano de 1853 se publicó, en lo que ahora es la Ciudad de México, el decreto de gobierno de la “Ley para corregir la vagancia”. Los vagos, según esa ley decretada por Santa Anna, son aquellos que no tienen oficio, profesión, ocupación, sueldo o medios “lícitos” para vivir. Los que aún teniendo renta o patrimonio, no hacen más que ir a casas de juego o de prostitución, a cafés o tabernas o “parajes sospechosos”. Los que mendigan. Los que trabajan solo la mitad de los días útiles de la semana. Los jóvenes forasteros que andan errantes en los lugares, sin destino; los huérfanos limosneros.

La vagancia, según esta tipología penal influenciada por la legislación española de 1745, tenía un fuerte contenido moral. Pero la aportación mexicana fue incluir entre los vagos a personas que sí hacían cosas, trabajadores que el estado quería controlar, como los curanderos que, con hierbas y remedios, buscaban sustituir el trabajo de los médicos, o los picapleitos que pujaban por agitar riñas para luego dar sus servicios de defensa o conciliación, o los que andaban de bar en bar, de calle en calle, de pueblo en pueblo tocando música, haciendo juegos de azar o shows con animales para sobrevivir.

La ley de vagos también tenía un fuerte contenido de clase. No todos los vagos eran perseguidos, sólo la masa del pueblo. Para extirpar la vagancia estaban los establecimientos de corrección, las casas de misericordia; pero también las fábricas, los talleres, las haciendas de labor. Con el castigo se buscaba, según esa ley, que los vagos se acostumbraran al trabajo. Que tomaran amor al trabajo.
 
La intención de extirpar a la plaga de vagos, escribió Lucio E. Maldonado Ojeda en su artículo “El tribunal de vagos de la Ciudad de México del siglo XIX. Una introducción”, publicado en el Boletín Oficial del Instituto Nacional de Antropología e Historia (abril-junio 2003), era controlar a la población urbana, pobre, desocupada, que suponía una amenaza para la propiedad y la seguridad de los grupos dominantes en un periodo histórico que los analistas denominaban como “el de la anarquía”.

Con la promesa del desarrollo a la vuelta de la esquina, con la exuberancia y abundancia de recursos explotables, ahí, dispuestos en la naturaleza, listos para ser convertidos en algo, en algo útil, ¿quién se iba a permitir el descaro de hacer nada?


Con la revolución industrial en pleno apogeo, con las máquinas bombeantes de energía y vapor, con la tentación de convertir a los cuerpos en máquinas, ¿cómo íbamos a desaprovechar la capacidad creativa de nuestros cerebros, o la fuerza y potencia de nuestros músculos y huesos? Con la promesa del desarrollo a la vuelta de la esquina, con la exuberancia y abundancia de recursos explotables, ahí, dispuestos en la naturaleza, listos para ser convertidos en algo, en algo útil, ¿quién se iba a permitir el descaro de hacer nada? ¿de mirar la vida pasar y desvanecerse en instante tras instante por el valor mismo de la nada?

Inadmisible.

La vagancia, el ocio, se convirtieron entonces en un objetivo a combatir y El Tribunal de Vagos de la Ciudad de México fue la institución encargada de hacerlo. Había varios de su tipo en todo el país, una institución sui generis creada para responder y detener el amenazante incremento de vagos y mendigos que pululaban en la ciudad. En pocas palabras, escribe Maldonado Ojeda, el Tribunal fue “una pieza importante en las formas de control de las masas populares”, donde se determinaba quién debía ser encaminado a amar al trabajo.

La palabra trabajo etimológicamente viene del latín tripaliare que viene de tripalium y significa 'tres palos', un instrumento de tortura formado por tres estacas a las que se amarraba a los esclavos o a los reos para azotarlos. La relación de trabajo con tripalium no es de pegar, sino de sufrir[i] y cuando se comenzó a usar esa palabra para referirse al oficio, a lo que cada quien hacía para ganarse la vida, el trabajo era en su mayoría un esfuerzo físico, la labranza, la cosecha, el pastoreo, el arado y al concluir la jornada el cuerpo se sentía lastimado, golpeado.

Ahora, en pleno siglo XXI, nuestros antepasados que redactaron la Ley para corregir la vagancia pueden estar más que satisfechos de su empresa: habitantes del mundo rondamos alrededor del trabajo y éste terminó por abarcar los siete días la semana, los propios de la creación y el día de descanso. Como lo escribe Rafael Lemus en su ya clásico ensayo Contra la vida activa, la guerra entre el trabajo y el ocio terminó y el ocio fue el gran vencido. El trabajo lo abarca todo. Lo significa. El trabajo es el bien. Quien trabaja es bueno. Recuerdo, cuando niña, aprendí a temer a los vagabundos que se dormían a la sombra de algún árbol o que caminaban por las vías del tren, por la colonia, “sin rumbo ni beneficio”: ten cuidado de los vagos, uno nunca sabe qué es lo que andan buscando. Y aprendí a temerles no sólo a ellos sino al ser como ellos.

Trabajamos fuera de la fábrica y de la oficina, trabajamos porque los derechos laborales, el salario digno, las prestaciones sociales que nos daban la garantía de un descanso en nuestra vejez, se han esfumado. Trabajamos porque nos hemos creído que existimos en el mundo, que somos personas a través, a partir, gracias a, exacto: el trabajo. Acaso, cuando nos presentan a una persona, una de las primeras preguntas que hacemos es: ¿en qué trabajas? ¿a qué te dedicas? Trabajamos incluso cuando no estamos trabajando; trabajamos, nos lanza Lemus desde el vaivén de su hamaca, “para seguir alimentando la lógica del trabajo”.

El trabajo lo abarca todo. Lo significa. El trabajo es el bien. Quien trabaja es bueno. Recuerdo, cuando niña, aprendí a temer a los vagabundos que se dormían a la sombra de algún árbol o que caminaban por las vías del tren.

Nos hemos convencido también de que a veces, el trabajo que realizamos busca no la subsistencia sino una recompensa, obtener algo más allá, ya sea material o simbólico, como el renombre o prestigio, y cuando lo tenemos, queremos más. En esa carrera tras el trabajo hemos perdido el horizonte de por qué lo hacemos y qué perseguimos.

Y en este punto, cuando el trabajo ha tomado tal relevancia en nuestras vidas, se me viene una pregunta a la cabeza: ¿en qué momento pensamos que el destino de la vida era ir hacia adelante, desarrollar, tener, acumular? Pienso en el planteamiento que el científico y biotecnólogo Mauricio de la Puente hace sobre la vida nómada: el nómada cultiva los caminos. No es un cazador o recolector que recoge para sobrevivir y explota para acumular lo que encuentra a su paso. Entiende la abundamcia no con el tomar, sino con el dar. Uno da durante su camino. Si las abejas no están en este territorio es porque no hay flores, entonces el nómada cultiva en un territorio para que las abejas puedan llegar a él.  El trabajo, entonces, adquiere otro sentido muy distinto al que yo he aprendido a lo largo de mi vida, trabajar para llegar y para tener. En su trabajo el nómada crea las condiciones no como un ejercicio de control, sino de libertad de movimiento.

Pienso en nosotros: en los vagos, en los nómadas, en mí. Comienzo a sentir envidia por esos vagos, sinquehacer y ociosos que estaban en la mira del Tribunal; por esos nómadas capaces de advertir los ritmos de vida cíclicos y no lineales en los que nos instala el trabajo. Me gustaría tener la actitud de este hombre con el que tropiezo a media calle mientras camino a una cita, tirado él en medio de la banqueta, recibiendo los rayos del sol.  Me gustaría estar echada en el sofá junto al perro estirando cada uno de los músculos de su cuerpo por el placer mismo de saberse vivo. Comienzo a sentir ganas de caminar no para acumular, sino para cultivar.

Mientras trabajo este texto sobre el ocio les envidio. Pero elegí decir que “sí” a esta invitación y aquí estoy,  escribiendo en mis días de descanso, haciendo lo que se espera de mí: pensar, escribir, producir. Leyendo ensayos sobre el descanso y el aburrimiento mientras voy en el tren, reflexionando esas ideas mientras camino por las hijas a la escuela, escribiendo mientras se hace la sopa, puliendo en mi mente mientras me doy un baño. Cuántas ganas de haber dicho “no” a trabajar este texto  y mejor ejercerla, columpiarme entre el ocio y la vagancia. Aunque conociéndome, seguramente ese instante de tedio sería absorbidoabsorvido por mi urgencia de ser algo, de atrapar cada instante de mi vida en una experiencia narrable, cuantificable.

Oh qué caray de mí que ni siquiera necesito un Tribunal de Vagos que me acose y me persiga y me enseñe a punta de trabajo, a amar el trabajo, pues yo misma, –como nos lo advirtió Byung-Chul Han en su libro La sociedad del cansancio­­–, me autoexploto y vivocon la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede”. Me persigo con el chicote pensando que estoy más cerca de llegar a la meta, aunque no sepa de qué.

Ay de mí que me persigo y me convenzo de la relevancia de ser relevante, de producir, de hacer, de ser y dejar constancia de ello.
Referencias
  • Lucio E. Maldonado Ojeda en su artículo El tribunal de vagos de la Ciudad de México del siglo XIX. Una introducción
  • Rafael Lemus, Contra la vida activa
  • Paul Lafagarde, El derecho a la pereza
  • Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio
  • Mauricio de la Puente, su teoría sobre Tiempos Cíclicos
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Este artículo apareció originalmente en el libro Blickwinkel: marasmo, editado por el Goethe-Institut México y la editorial Pitzilein Books.

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