Debo admitirlo: quedé conmocionada cuando el presidente Alberto Fernández apareció ante las cámaras la noche del 19 de marzo para anunciar una cuarentena obligatoria de 11 días. ¡Se iniciaba ya al día siguiente! Es cierto que la atmósfera aquí en Buenos Aires ya venía sufriendo fuertes cambios. En vez de conversar animadamente, mucha gente comenzaba a esquivar a los demás. Y se percibía angustia en las miradas: ¿si quizás contagiaba aquella o aquel otro? Aún así, seguía teniendo citas en mi agenda: encuentros interpersonales. En las calles todavía había vida y ruido. Pero, desde hace seis semanas, esta ciudad generalmente tan bulliciosa está inmersa en un silencio fantasmal.
Las restricciones de circulación ya fueron prolongadas dos veces en Argentina y, al menos hasta el 10 de mayo, continuaremos llevando esta extraña vida de reclusión. Miro a través de mi ventana: el calor de un verano tardío, que acompañó el inicio de la cuarentena, dejó paso a una lluvia otoñal. La gente de mi entorno cercano no está contenta, pero defiende el estricto Quedate en casa. Lo saben: su sistema de salud no es robusto. No quieren tragedias como las de Bérgamo, Madrid, Nueva York o Guayaquil. Desde Alemania recibo fotos de paseos por la naturaleza y me dan un poco de envidia. Pero luego pienso en lo leve que viene siendo la pandemia en Argentina y me siento feliz de vivir en un país en el que el Gobierno reaccionó pronto.
Viernes 1 de mayo de 2020