CAMILA URIOSTE
Fragmento del cuento "La consciencia de Malú"
Se acerca el mediodía. Plano general. Un camión rojo cubierto de polvo parado en la carretera. Se oye un zumbido, como de mil gatos atragantándose con pelos. Un hombre de cincuenta años, enorme, con marcas de sudor en la espalda y las axilas, camina de un lado al otro. Para. Mira su camión. Camina de un lado al otro. Habla a gritos por celular. Plano cenital. El camión carga un hormiguero de plumas. Acercamiento. Son cientos de pollos, vivos y muertos. Los pollos vivos caminan de un lado al otro sobre los pollos muertos, les rasguñan el cuerpo, les picotean los ojos.
El francés no puede creer lo de los pollos. Lleva quince minutos parado a un lado de la carretera, con la mirada fija en el camión. De vez en cuando mira al camionero y sé que se está pensando en qué le podría regalar. Hay una hilera de puestos de comida al lado de la ruta. Imagino que los buses y camiones paran aquí normalmente para descansar. No está del todo mal. Los árboles son más altos y su sombra baña el camino. Los pequeños puestos están viejos, pero limpios. Hay un fuerte olor a pescado frito que, en estas circunstancias, es casi agradable.
Tomo al francés por el brazo y señalo un puesto de comida que está casi vacío. La fila es solo de diez personas. El francés despega la mirada del camionero con dificultad y me sigue. El puesto es de un azul gastado. Adentro, una chola enorme de trenzas minúsculas y mandil a cuadros atiende a los clientes. Les sonríe y les habla con diminutivos. Una joven delgada de trenzas robustas y mandil blanco fríe pescado en un sartén del tamaño de una llanta de camión.
Media hora después estamos a las sombra de un árbol, sentados sobre nuestras mochilas, terminando los filetes de pacú frito. No hemos hablado en media hora. Ni nos hemos hecho señas. Hay una especie de magia en comer con las manos. La experiencia se redobla en sensualidad y de pronto el contacto de los dedos con la carne blanda y la grasa resbalando por el antebrazo lo sumergen a uno en el acto de comer, y todo el ser está involucrado. Cuando se acaba la comida es como salir de un trance.
Me seco los dedos con el triángulo de papel absorbente que nos dieron en el puesto de pescados. Me limpio la boca minuciosamente. Respiro profundo.
Mataría por un cigarrillo.
El francés me mira por primera vez en media hora. Señala el hueso del pacú que quedó sobre su plato con cara de pregunta. ¿De mar? Le digo no con la cabeza. Del río. Le dibujo un río con los brazos. Ah. Respira profundo. Quedamos en silencio. A nuestro alrededor, algunas personas están masticando coca. El francés los mira. Yo miro al francés. Tiene ojos oscuros y cejas espesas, nariz de francés, y una semi-barba color cobre que le da un aire de misionero. Pero no es misionero. Es enfermero. Al menos eso entendí que dijo mientras caminábamos hace un rato. La verdad no estaba prestando atención. Su piel clara está quemada por el sol. La barba le creció en los últimos dos días y le cambió el rostro.
El francés mira con atención a un anciano que mastica coca cerca de nosotros. Parece un gnomo desdentado, un ser del bosque, híbrido entre hombre y vegetal. Está sentado en el suelo y saca las hojas de una bolsita de nylon. Toma una hoja. La deshace entre sus dedos anudados, se mete pedacitos en la boca, mastica. Cuando la ha masticado a gusto, mueve los restos de la hoja con su lengua hasta que forma parte de la bola de coca masticada que mantiene en la boca, entre la mejilla y los dientes. La bola es del tamaño de una pelotita de ping pong.
El hombre ve al francés. Le sonríe con cuatro dientes verdes. Dice algo en aymara y le extiende la bolsita de nylon. El niño perdido en el centro comercial me mira, pidiendo permiso. Extiendo el brazo y tomo un pequeño puñado de hojas de la bolsita. Muchas gracias, le digo al señor, que asiente, sonríe y nos mira expectante.
Le doy una hoja al francés. Tomo otra entre mis dedos y le muestro cómo separar la hoja de la venita del centro. Descarto la venita. Él hace lo mismo. Me meto los pedacitos de hoja en la boca y mastico delicadamente. El francés me sigue.
Nunca voy a acostumbrarme a mascar coca. Me marea ese olor fuerte, pungente, que no se parece a nada de este mundo y que entra por la boca, por la nariz y por el inconsciente hasta llegar al fondo del estómago.
El francés mastica su coca como si fueran turrones de azúcar y él fuera un caballo. Lo hace con una expresión mezcla de asco y deleite. Le doy el resto de las hojas de coca. Escupo lo que queda en mi boca.
Mataría por un vaso de agua.
No lo miro, pero siento la desaprobación del anciano. El francés está por escupir, y el anciano le hace un gesto alarmado que lo detiene. Con algo de dificultad, saca la bola de coca masticada de su boca y se la muestra al francés. Entendido el mensaje, el francés se vuelve a meter la coca.
Es cierto que la coca es sagrada. De hecho, era tan sagrada en tiempos de los Incas que solo los nobles y hechiceros tenían derecho a consumirla y usarla para sus ritos. La coca estaba prohibida para la gente común. Eso cambió cuando llegaron los españoles y empezaron a trasladar a los indígenas hacia las minas de plata. Ahí se toparon con un problema. Los indígenas no soportaban las jornadas de 16 o 17 horas, se cansaban, los vencía el hambre. Esto causaba accidentes frecuentes en los que se morían como moscas, retrasando de manera inaceptable la extracción del mineral.
La solución que encontraron los colonizadores no fue la implementación de la jornada de ocho horas, o la mejora en la alimentación de los esclavos. No. La solución fue la democratización de la coca. Los españoles repartieron coca a los trabajadores mineros. Toda la coca que quisieran. Gratis. Así, los mineros aliviaban el hambre sin comer y se llenaban de una duradera y vigorizante energía para cumplir sus jornadas laborales.
El francés sigue masticando, absorto. A estas alturas, deben haberse adormecido sus labios. Le debe parecer alucinante. Debe estar pensando en lo que dirán sus amigos en Francia. Me mira de pronto y me sonríe con ojos de travieso y una boca en la que parece haber explotado una rana.
***
Seguimos caminando. El francés tiene todavía la bola de coca metida en su cachete. Lo miro y me pregunto cuándo se la va a sacar. Entonces me ve mirándolo y se toca la bolita, con un gesto de pregunta. Yo me encojo de hombros, lo cual él toma como permiso para escupir.
Caminar es ya el estado natural, la caminara es ahora la medida del tiempo y la distancia. Plano general. El sol está bajando entre los árboles. Su sombra y mi sombra son siluetas delgadas en el camino. Primer plano. Nuestros pies avanzan en un solo ritmo, al unísono derecha, izquierda, derecha sobre el pavimento.
Me llamo Luc, me dice, en off, mientras los pies avanzan derecha, izquierda.
Me llamo María Luisa de las Mercedes de Copacabana, le respondo. Pero me puedes decir Malú.
Fundido a negro.
Fin.