La errancia y el exilio son viajes sin propósito, sin fin, o impuestos por el destino. André Lavoie habla de este vago sentimiento de desarraigo, del que no son inmunes ni siquiera los cineastas.
Vivir es dejar un lugar por otro, un momento por el siguiente, desprenderse de un pensamiento o imagen por el que lo lleva más lejos, cada vez más lejos hacia un más bien mal definido otro lugar.
Elie Wiesel
En 2023, volvió al Festival de Cannes con Perfect Days, una película rodada íntegramente en Japón, centrada en un personaje tan taciturno como el de Harry Dean Stanton en Paris, Texas (1984), que pasa la mayor parte de su tiempo limpiando los aseos públicos de Tokio. No sólo el actor Koji Yahusho se fue de La Croisette con los máximos honores, sino que hubo una sorprendente unanimidad en torno a esta magnífica meditación sobre el paso del tiempo y la fuerza silenciosa de los gestos rutinarios. Como las cosas buenas rara vez llegan solas, Paris, Texas volvió a la pantalla este año en una versión restaurada, con motivo del 40 aniversario de esta icónica película de los años ochenta.
Obsesionado tanto por la estética publicitaria como por el posmodernismo, el mercantilismo de la promoción como la apología del ciudadano del mundo, el cine de la época hizo del vagabundeo un tema predilecto. Algunos incluso lo consideraron una especialidad alemana, gracias por supuesto a Wenders (Tokyo-Ga, Las alas del deseo), pero también a Werner Herzog (Fitzcarraldo, Wo die grünen Ameisen träumen [Donde las hormigas verdes sueñan]), o a Percy Adlon (Bagdad Cafe). Por parte suiza, Alain Tanner siempre ha sido un trotamundos del séptimo arte, siendo Europa su inmenso patio de recreo, desde Irlanda (A años luz) a España (El hombre que perdió su sombra) pasando por Portugal (En la ciudad blanca).
Patria y tierra de acogida
La errancia y el exilio son viajes sin propósito, sin fin, a menudo impuestos por el destino. Incluso los cineastas se sienten a veces desarraigados de su patria. En Alemania Occidental, este drama silencioso se hizo oír por fin el 26 de febrero de 1962: en el Manifiesto de Oberhausen, 26 jóvenes cineastas, entre ellos Edgar Reitz y Alexander Kluge, declararon que no se reconocían en las obras de sus mayores, hostiles al Heimatfilm (‘películas de patria’), y reclamaron una revolución tanto estética como temática.En un país partido en dos por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y antes dividido por un régimen fascista que utilizaba el cine como arma de persuasión masiva, sentirse acorralado —o demasiado acorralado— fue una constante para muchos artistas durante gran parte del siglo XX. De ahí el exilio de varios cineastas alemanes a Hollywood (Fritz Lang, Joseph L. Mankiewicz), cuya aportación sigue siendo notable hoy. ¿Qué habría sido del film noir estadounidense sin el expresionismo alemán? ¿Habría sido menos extravagante la obra del alemán Max Ophüls (La Ronde, Lola Montès) si los fuertes vientos de la historia no le hubieran llevado a Francia?
¿Quién habla y desde dónde habla?
Estas dos preguntas son fundamentales... y rara vez ofrecen respuestas claras. De hecho, son preguntas que han plagado el llamado cine “europeo” desde los años cincuenta. Las profundas cicatrices dejadas por la Segunda Guerra Mundial se fueron curando poco a poco, gracias a iniciativas económicas —en 1951, seis países, entre ellos Francia y la República Federal de Alemania, firmaron un acuerdo sobre el carbón y el acero—, pero también culturales. Así se iniciaron las coproducciones cinematográficas europeas, entre ellas una entre Francia e Italia.Estas alianzas, necesarias para reconstruir una industria en ruinas y afirmarse frente al dominio estadounidense, suscitaron varias reflexiones. ¿Influye la movilidad transfronteriza en el enfoque de los cineastas? ¿El origen del productor “mayoritario” dicta la estética de un cineasta de otro país? ¿Forma el cine europeo un todo coherente, o es una mera amalgama de excepciones culturales?
Volker Schlöndorff tuvo el valor (o el descuido) de adaptar Un amor de Swann, de Marcel Proust. Tom Tykwer, animado por el éxito de Corre, Lola, corre, convirtió la novela alemana El perfume, de Patrick Süskind, ambientada en Francia, en una coproducción internacional rodada en inglés. Roberto Rossellini (La toma del poder por Luis XIV) y Ettore Scola (El baile, La noche en Varennes), dos ilustres cineastas italianos, también han realizado películas emblemáticas sobre la historia de... Francia. Y qué decir de Fatih Akin (Contra la pared, De la nada) y Ferzan Ozpetek (El hada ignorante, Nuovo Olimpo): uno no es menos alemán y el otro no es menos italiano porque ambos son de origen turco.
El espectador se pregunta a veces: ¿quién habla y, según dónde coloque su cámara el cineasta, tiene legitimidad para hacerlo? Esto se manifiesta sobre todo a la luz de sus películas: unos actúan como turistas con prisas, otros como viajeros respetuosos y atentos, dejando que su enfoque se impregne de sus dudas, sin GPS impuesto por un productor mercantil. Preferimos a estos últimos, porque su “yo” está dislocado, no desorientado...